CRÓNICA POLÍTICA
Madrid. Martes, 12 de diciembre de 1865.
Año II, no. 589.
Library of Congress. Manuscript Division.
Papers of José Ignacio Rodríguez; caja 143.
Periódico La Democracia, 1865
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" YER HA PRESENCIADO MADRID uno de los más grandiosos espectáculos que
pueden presenciar los pueblos
libres; un
espectáculo que no se borrará
nunca de su
memoria. El pobre, el débil,
el humilde esclavo,
afligido por todas las
degradaciones juntas,
por todos los dolores compendiados
en el
dolor supremo de la servidumbre,
habrá oído
a través del espacio el
saludo que le enviaba
la joven España, reunida
en el pensamiento
de su emancipación. ¡Noble
carácter de nuestro
siglo!
Mientras los pueblos antiguos
esclavizaban
a sus enemigos creyéndolos
de naturaleza
inferior a su naturaleza;
mientras la monarquía
absoluta aglomeraba los
negros en las minas
de América, nacida a la
civilización para
ser libre; mientras los
conventos consentían
que el siervo del terruño
empapase la tierra
con su sudor y con sus
lágrimas; el siglo
décimonono, este siglo
tachado de impío,
consagra la palabra de
sus grandes oradores,
la pluma de sus escritores,
las discusiones
y los votos de sus asambleas,
la sangre más
pura del primero entre
todos sus pueblos,
a redimir, a emancipar
a los esclavos, a
esos seres envilecidos,
que allá en el fondo
de la sociedad encerrados,
son menos, valen
menos, significan menos
que las bestias.
La civilización moderna
es como la luz: llega
a tocar, sin mancharse,
el fango que han
amontanado siglos de iniquidades
y lo deshace;
y de su siervo saca el
vapor que más tarde
se condensa en gotas de
purísimo rocío. La
civilización moderna, con
su luz y con su
calor, saca almas, millones
de almas libres
del seno de la esclavitud.
¡Poder inmenso,
milagro sin igual, que
será la honra de nuestro
siglo!
Antes de comenzar la reseña
del meeting del
domingo, séanos permitido
tributar un elogio
al insigne secretario de
la Sociedad Abolicionista a que nos gloriamos de pertenecer todos
los redactores de La Democracia; séanos permitido elogiar a Don Julio Vizcarrondo. Si la fe, si la constancia, si el celo
por una gran causa, si
la inteligencia para
sostenerla, si la incansable
actividad para
propagarla, si todas estas
cualidades se
hallan reunidas en un hombre
ese hombre es
Don Julio Vizcarrondo.
No adulamos. Lo que
escribe nuestra pluma,
lo siente con profundísimo
sentimiento nuestro corazón,
lo trae con
profundísima creencia nuestro
espíritu. Todo
cuanto se ha hecho en estos
últimos días,
él lo ha preparado con
grande y extraordinario
celo. Y si ha habido una
Sociedad Abolicionista
en España que tiene su
periódico, que celebra
sus sesiones, que ha fomentado
esta cuestión
en la esfera de la opinión
pública, débese
indudablemente a su extraordinario
celo,
a su grande actividad.
El teatro estaba lleno, henchido de gente. Sobresalían multitud
de señoras que, por vez
primera, asistían
a una reunión de esta clase
y que la realzaban
con sus encantos y con
el aroma de poesía
y de virtud que extiende
por todas partes
el alma de la mujer.
Empezó la sesión por un
discurso de Don Tristán
Medina. Pocas veces hemos
oído al señor Medina
a tanta altura como en
la tarde del domingo.
La ternura de sus sentimientos,
la elocuencia
de sus palabras, la novedad
de sus ideas,
los recuerdos de su patria,
donde arrastran
las cadenas tantos millares
de esclavos,
dieron al discurso del
señor Medina tales
encantos que, a no dudarlo,
nunca, nunca,
se olvidará el público
de aquella admirable
oración que a unos arrancó
lágrimas, a otros
aplausos, a todos ferviente
entusiasmo. El
señor Medina convirtió
verdaderamente la
iglesia en un templo y
supo dar a la reunión
el carácter evangélico
que deben tener todas
las reuniones donde se
trate de abolir la
esclavitud, esa odiosa
institución que debió
quedar abolida el día mismo
en que empezó
a ser el símbolo más alto
de la civilización
moderna la cruz que había
sido, en la civilización
antigua, el patíbulo del
esclavo.
Después del señor Medina, habló el señor Carrras y González, que,
en un discurso muy erudito,
pintó los graves,
los gravísimos inconvenientes
que, para el
comercio, para la industria,
para la civilización,
para la paz de las Antillas,
tiene la infame
institución de la esclavitud;
la más bárbara,
la más odiosa de cuantas
instituciones ha
legado la antigüedad.
El discurso del señor Sanromá,
que siguió
al discurso del señor Carreras,
trató profundamente
la cuestión. Corrección
en la frase, conocimientos
varios, facilidad admirable,
galanura, ironía,
elocuencia, todo esto tiene,
indudablemente,
todo esto y mucho más,
en sus aplaudidos
discursos el señor Sanromá.
Lástima grande
que no corrija cierto amaneramiento
en la
acción y aún en el estilo
que es un defecto
de que se corregiría fácilmente
[si se] abandonase
a la naturalidad propia
del talento que le
distingue. Los discursos
[sic] del domingo
es de los mejores que le
hemos oído en su
clase. Primero habló con
grande lógica de
la necesidad de uniformar
el régimen de las
Antillas con el régimen
de España. Mostró
en seguida lo que es una
gran verdad: que
la esclavitud mantiene
en Cuba el odioso
régimen militar, el odioso
régimen absolutista.
Cuando el señor Sanromá
entró a considerar
bajo todos sus aspectos
la cuestión de esclavitud,
sus observaciones fueron
tan nuevas como
profundas. Sobre todo,
al hablar de los mercados
de esclavos, de aquellas
aglomeraciones de
criaturas humanas más maltratadas
que las
fieras, conmovió, electrizó
al público. Reciba
nuestro sincero parabién.
El señor Figuerola no tiene ni la facilidad
de palabra ni la entonación que se requiere para la
oratoria. Habla siempre
incorrecta y desusadamente.
Nunca se olvida de que
es catedrático. Está
perpétuamente enseñado.
Pero en sus discursos
hay siempre noticias concisas,
erudición,
numerosísimas ideas y un
conocimiento extraordinario
de la materia que trata.
El público, en cambio,
está siempre, cuando oye
al señor Figuerola,
aprendiendo. Así lo demostró,
ciertamente,
en su discurso de ayer,
en el cual historió
la esclavitud, sus alternativas,
los tratados,
llegando hasta el fondo,
ciertamente, de
la llaga que mana podredumbre.
Después del señor Figuerola,
habló el señor
Rodríguez. Orador de una
facilidad y de una
naturalidad admirables,
el señor Rodríguez
se limitó a protestar contra
la esclavitud,
para que no pudiera caer
sobre su nombre
la negra sombra de complicidad
moral en este
gran crimen. El señor Castelar
resumió el
debate.
La sesión fue admirable. Todo contribuyó a ello: lo numeroso de la
reunión, el entusiasmo,
hasta el arte con
que había sido decorado
el local. En el fondo
se veían los nombres de
los más ilustres
abolicionistas: Buxton,
que, en el año 1833,
propone al Parlamento inglés
la abolición
de la esclavitud; Wibelforce
[sic], uno de
los más ardientes defensores
de la destrucción
de la trata, el que inició
la propaganda
abolicionista en Inglaterra;
Clarkson, que,
desde 1780, propuso la
abolición de la trata
y movió la conciencia del
pueblo inglés para
abolirla; Broglee, que,
desde 1822, ha trabajado
con una constancia sin
igual, proponiendo
la abolición de la esclavitud
en la Cámara
de los Pares franceses,
que la reiteró en
1837, que fue, por último,
Presidente de
la comisión que la abolió
en las Antillas;
Chaning, el gran orador
que contribuyó con
su palabra a redimir la
esclavitud; Enriqueta
de Stowe, la mujer incomparable
que, con
una novela, ha libertado
a tres millones
de esclavos; Cuchin, el
gran historiador
de la abolición de la esclavitud;
el mártir
Brown, que se lanzó desesperado
a emancipar
a los negros con las armas
en la mano, rodeado
de sus hijos y sus criados;
Mentalambert,
que siempre ha sostenido
la abolición de
la esclavitud; Orense,
el patriarca de la
democracia española, que
la ha propuesto
en tantas ocasiones a las
Cortes españolas;
Lincoln, cuyo nombre solo es la epopeya de este
siglo.
¿Qué hemos de decir nosotros? Felicitémonos ardientemente al ver que las
costumbres liberales se arraigan cada día
más en nuestra patria y juremos no descansar
un punto hasta ver borrada de su suelo la
infame esclavitud."
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