CARTA APOSTÓLICA ROSARIUM VIRGINIS MARIAE
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN
PABLO II
SOBRE EL SANTO ROSARIO
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
SOBRE EL SANTO ROSARIO
INTRODUCCIÓN y CAPÍTULO I
1. El Rosario de la Virgen
María, difundido
gradualmente en el segundo
Milenio bajo el
soplo del Espíritu de Dios,
es una oración
apreciada por numerosos
Santos y fomentada
por el Magisterio. En su
sencillez y profundidad,
sigue siendo también en
este tercer Milenio
apenas iniciado una oración
de gran significado,
destinada a producir frutos
de santidad.
Se encuadra bien en el
camino espiritual
de un cristianismo que,
después de dos mil
años, no ha perdido nada
de la novedad de
los orígenes, y se siente
empujado por el
Espíritu de Dios a «remar
mar adentro» (duc
in altum!), para anunciar,
más aún, 'proclamar'
a Cristo al mundo como
Señor y Salvador,
«el Camino, la Verdad y
la Vida» (Jn14, 6),
el «fin de la historia
humana, el punto en
el que convergen los deseos
de la historia
y de la civilización».1
El Rosario, en efecto,
aunque se distingue
por su carácter mariano,
es una oración centrada
en la cristología. En la
sobriedad de sus
partes, concentra en sí
la profundidad de
todo el mensaje evangélico,
del cual es como
un compendio.2 En él resuena
la oración de
María, su perenne Magnificat
por la obra
de la Encarnación redentora
en su seno virginal.
Con él, el pueblo cristiano
aprende de María
a contemplar la belleza
del rostro de Cristo
y a experimentar la profundidad
de su amor.
Mediante el Rosario, el
creyente obtiene
abundantes gracias, como
recibiéndolas de
las mismas manos de la
Madre del Redentor.
Los Romanos Pontífices
y el Rosario
2. A esta oración le han
atribuido gran importancia
muchos de mis Predecesores.
Un mérito particular
a este respecto corresponde
a León XIII que,
el 1 de septiembre de 1883,
promulgó la Encíclica
Supremi apostolatus officio,3
importante
declaración con la cual
inauguró otras muchas
intervenciones sobre esta
oración, indicándola
como instrumento espiritual
eficaz ante los
males de la sociedad. Entre
los Papas más
recientes que, en la época
conciliar, se
han distinguido por la
promoción del Rosario,
deseo recordar al Beato
Juan XXIII4 y, sobre
todo, a PabloVI, que en
la Exhortación apostólica
Marialis cultus, en consonancia
con la inspiración
del Concilio Vaticano II,
subrayó el carácter
evangélico del Rosario
y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he
dejado pasar ocasión
de exhortar a rezar con
frecuencia el Rosario.
Esta oración ha tenido
un puesto importante
en mi vida espiritual desde
mis años jóvenes.
Me lo ha recordado mucho
mi reciente viaje
a Polonia, especialmente
la visita al Santuario
de Kalwaria. El Rosario
me ha acompañado
en los momentos de alegría
y en los de tribulación.
A él he confiado tantas
preocupaciones y
en él siempre he encontrado
consuelo. Hace
veinticuatro años, el 29
de octubre de 1978,
dos semanas después de
la elección a la Sede
de Pedro, como abriendo
mi alma, me expresé
así: «El Rosario es mi
oración predilecta.
¡Plegaria maravillosa!
Maravillosa en su
sencillez y en su profundidad.
[...] Se puede
decir que el Rosario es,
en cierto modo,
un comentario-oración sobre
el capítulo final
de la Constitución Lumen
gentium del Vaticano
II, capítulo que trata
de la presencia admirable
de la Madre de Dios en
el misterio de Cristo
y de la Iglesia. En efecto,
con el trasfondo
de las Avemarías pasan
ante los ojos del
alma los episodios principales
de la vida
de Jesucristo. El Rosario
en su conjunto
consta de misterios gozosos,
dolorosos y
gloriosos, y nos ponen
en comunión vital
con Jesús a través –podríamos
decir– del
Corazón de su Madre. Al
mismo tiempo nuestro
corazón puede incluir en
estas decenas del
Rosario todos los hechos
que entraman la
vida del individuo, la
familia, la nación,
la Iglesia y la humanidad.
Experiencias personales
o del prójimo, sobre todo
de las personas
más cercanas o que llevamos
más en el corazón.
De este modo la sencilla
plegaria del Rosario
sintoniza con el ritmo
de la vida humana
».5
Con estas palabras, mis
queridos Hermanos
y Hermanas, introducía
mi primer año de Pontificado
en el ritmo cotidiano del
Rosario. Hoy, al
inicio del vigésimo quinto
año de servicio
como Sucesor de Pedro,
quiero hacer lo mismo.
Cuántas gracias he recibido
de la Santísima
Virgen a través del Rosario
en estos años:
Magnificat anima mea Dominum!
Deseo elevar
mi agradecimiento al Señor
con las palabras
de su Madre Santísima,
bajo cuya protección
he puesto mi ministerio
petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre
2003: Año del Rosario
3. Por eso, de acuerdo
con las consideraciones
hechas en la Carta apostólica
Novo millennio
ineunte, en la que, después
de la experiencia
jubilar, he invitado al
Pueblo de Dios «
a caminar desde Cristo
»,6 he sentido la
necesidad de desarrollar
una reflexión sobre
el Rosario, en cierto modo
como coronación
mariana de dicha Carta
apostólica, para exhortar
a la contemplación del
rostro de Cristo en
compañía y a ejemplo de
su Santísima Madre.
Recitar el Rosario, en
efecto, es en realidad
contemplar con María el
rostro de Cristo.
Para dar mayor realce a
esta invitación,
con ocasión del próximo
ciento veinte aniversario
de la mencionada Encíclica
de León XIII,
deseo que a lo largo del
año se proponga
y valore de manera particular
esta oración
en las diversas comunidades
cristianas. Proclamo,
por tanto, el año que va
de este octubre
a octubre de 2003 Año del
Rosario.
Dejo esta indicación pastoral
a la iniciativa
de cada comunidad eclesial.
Con ella no quiero
obstaculizar, sino más
bien integrar y consolidar
los planes pastorales de
las Iglesias particulares.
Confío que sea acogida
con prontitud y generosidad.
El Rosario, comprendido
en su pleno significado,
conduce al corazón mismo
del vida cristiana
y ofrece una oportunidad
ordinaria y fecunda
espiritual y pedagógica,
para la contemplación
personal, la formación
del Pueblo de Dios
y la nueva evangelización.
Me es grato reiterarlo
recordando con gozo también
otro aniversario:
los 40 años del comienzo
del Concilio Ecuménico
Vaticano II (11 de octubre
de 1962), el «gran
don de gracia» dispensada
por el espíritu
de Dios a la Iglesia de
nuestro tiempo.7
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta
iniciativa se basa
en diversas consideraciones.
La primera se
refiere a la urgencia de
afrontar una cierta
crisis de esta oración
que, en el actual
contexto histórico y teológico,
corre el
riesgo de ser infravalorada
injustamente
y, por tanto, poco propuesta
a las nuevas
generaciones. Hay quien
piensa que la centralidad
de la Liturgia, acertadamente
subrayada por
el Concilio Ecuménico Vaticano
II, tenga
necesariamente como consecuencia
una disminución
de la importancia del Rosario.
En realidad,
como puntualizó Pablo VI,
esta oración no
sólo no se opone a la Liturgia,
sino que
le da soporte, ya que la
introduce y la recuerda,
ayudando a vivirla con
plena participación
interior, recogiendo así
sus frutos en la
vida cotidiana.
Quizás hay también quien
teme que pueda resultar
poco ecuménica por su carácter
marcadamente
mariano. En realidad, se
coloca en el más
límpido horizonte del culto
a la Madre de
Dios, tal como el Concilio
ha establecido:
un culto orientado al centro
cristológico
de la fe cristiana, de
modo que «mientras
es honrada la Madre, el
Hijo sea debidamente
conocido, amado, glorificado».8
Comprendido
adecuadamente, el Rosario
es una ayuda, no
un obstáculo para el ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante
para volver
a proponer con determinación
la práctica
del Rosario es por ser
un medio sumamente
válido para favorecer en
los fieles la exigencia
de contemplación del misterio
cristiano,
que he propuesto en la
Carta Apostólica Novo
millennio ineunte como
verdadera y propia
'pedagogía de la santidad':
«es necesario
un cristianismo que se
distinga ante todo
en el arte de la oración».9
Mientras en la
cultura contemporánea,
incluso entre tantas
contradicciones, aflora
una nueva exigencia
de espiritualidad, impulsada
también por
influjo de otras religiones,
es más urgente
que nunca que nuestras
comunidades cristianas
se conviertan en «auténticas
escuelas de
oración».10
El Rosario forma parte
de la mejor y más
reconocida tradición de
la contemplación
cristiana. Iniciado en
Occidente, es una
oración típicamente meditativa
y se corresponde
de algún modo con la «oración
del corazón»,
u «oración de Jesús», surgida
sobre el humus
del Oriente cristiano.
Oración por la paz y por
la familia
6. Algunas circunstancias
históricas ayudan
a dar un nuevo impulso
a la propagación del
Rosario. Ante todo, la
urgencia de implorar
de Dios el don de la paz.
El Rosario ha sido
propuesto muchas veces
por mis Predecesores
y por mí mismo como oración
por la paz. Al
inicio de un milenio que
se ha abierto con
las horrorosas escenas
del atentado del 11
de septiembre de 2001 y
que ve cada día en
muchas partes del mundo
nuevos episodios
de sangre y violencia,
promover el Rosario
significa sumirse en la
contemplación del
misterio de Aquél que «es
nuestra paz: el
que de los dos pueblos
hizo uno, derribando
el muro que los separaba,
la enemistad» (Ef
2, 14). No se puede, pues,
recitar el Rosario
sin sentirse implicados
en un compromiso
concreto de servir a la
paz, con una particular
atención a la tierra de
Jesús, aún ahora
tan atormentada y tan querida
por el corazón
cristiano.
Otro ámbito crucial de
nuestro tiempo, que
requiere una urgente atención
y oración,
es el de la familia, célula
de la sociedad,
amenazada cada vez más
por fuerzas disgregadoras,
tanto de índole ideológica
como práctica,
que hacen temer por el
futuro de esta fundamental
e irrenunciable institución
y, con ella,
por el destino de toda
la sociedad. En el
marco de una pastoral familiar
más amplia,
fomentar el Rosario en
las familias cristianas
es una ayuda eficaz para
contrastar los efectos
desoladores de esta crisis
actual.
« ¡Ahí tienes a tu madre!
» (Jn 19, 27)
7. Numerosos signos muestran
cómo la Santísima
Virgen ejerce también hoy,
precisamente a
través de esta oración,
aquella solicitud
materna para con todos
los hijos de la Iglesia
que el Redentor, poco antes
de morir, le
confió en la persona del
discípulo predilecto:
«¡Mujer, ahí tienes a tu
hijo!» (Jn 19, 26).
Son conocidas las distintas
circunstancias
en las que la Madre de
Cristo, entre el siglo
XIX y XX, ha hecho de algún
modo notar su
presencia y su voz para
exhortar al Pueblo
de Dios a recurrir a esta
forma de oración
contemplativa. Deseo en
particular recordar,
por la incisiva influencia
que conservan
en el vida de los cristianos
y por el acreditado
reconocimiento recibido
de la Iglesia, las
apariciones de Lourdes
y Fátima,11 cuyos
Santuarios son meta de
numerosos peregrinos,
en busca de consuelo y
de esperanza.
Tras las huellas de los
testigos
8. Sería imposible citar
la multitud innumerable
de Santos que han encontrado
en el Rosario
un auténtico camino de
santificación. Bastará
con recordar a san Luis
María Grignion de
Montfort, autor de un preciosa
obra sobre
el Rosario12 y, más cercano
a nosotros, al
Padre Pío de Pietrelcina,
que recientemente
he tenido la alegría de
canonizar. Un especial
carisma como verdadero
apóstol del Rosario
tuvo también el Beato Bartolomé
Longo. Su
camino de santidad se apoya
sobre una inspiración
sentida en lo más hondo
de su corazón: «
¡Quien propaga el Rosario
se salva! ».13
Basándose en ello, se sintió
llamado a construir
en Pompeya un templo dedicado
a la Virgen
del Santo Rosario colindante
con los restos
de la antigua ciudad, apenas
influenciada
por el anuncio cristiano
antes de quedar
cubierta por la erupción
del Vesuvio en el
año 79 y rescatada de sus
cenizas siglos
después, como testimonio
de las luces y las
sombras de la civilización
clásica.
Con toda su obra y, en
particular, a través
de los «Quince Sábados»,
Bartolomé Longo
desarrolló el meollo cristológico
y contemplativo
del Rosario, que ha contado
con un particular
aliento y apoyo en León
XIII, el «Papa del
Rosario».
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO CON
MARÍA
Un rostro brillante como
el sol
9. «Y se transfiguró delante
de ellos: su
rostro se puso brillante
como el sol» (Mt
17, 2). La escena evangélica
de la transfiguración
de Cristo, en la que los
tres apóstoles Pedro,
Santiago y Juan aparecen
como extasiados
por la belleza del Redentor,
puede ser considerada
como icono de la contemplación
cristiana.
Fijar los ojos en el rostro
de Cristo, descubrir
su misterio en el camino
ordinario y doloroso
de su humanidad, hasta
percibir su fulgor
divino manifestado definitivamente
en el
Resucitado glorificado
a la derecha del Padre,
es la tarea de todos los
discípulos de Cristo;
por lo tanto, es también
la nuestra. Contemplando
este rostro nos disponemos
a acoger el misterio
de la vida trinitaria,
para experimentar
de nuevo el amor del Padre
y gozar de la
alegría del Espíritu Santo.
Se realiza así
también en nosotros la
palabra de san Pablo:
«Reflejamos como en un
espejo la gloria del
Señor, nos vamos transformando
en esa misma
imagen cada vez más: así
es como actúa el
Señor, que es Espíritu»
(2 Co 3, 18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de
Cristo tiene en María
su modelo insuperable.
El rostro del Hijo
le pertenece de un modo
especial. Ha sido
en su vientre donde se
ha formado, tomando
también de Ella una semejanza
humana que
evoca una intimidad espiritual
ciertamente
más grande aún. Nadie se
ha dedicado con
la asiduidad de María a
la contemplación
del rostro de Cristo. Los
ojos de su corazón
se concentran de algún
modo en Él ya en la
Anunciación, cuando lo
concibe por obra del
Espíritu Santo; en los
meses sucesivos empieza
a sentir su presencia y
a imaginar sus rasgos.
Cuando por fin lo da a
luz en Belén, sus
ojos se vuelven también
tiernamente sobre
el rostro del Hijo, cuando
lo «envolvió en
pañales y le acostó en
un pesebre» (Lc 2,
7).
Desde entonces su mirada,
siempre llena de
adoración y asombro, no
se apartará jamás
de Él. Será a veces una
mirada interrogadora,
como en el episodio de
su extravío en el
templo: « Hijo, ¿por qué
nos has hecho esto?
» (Lc 2, 48); será en todo
caso una mirada
penetrante, capaz de leer
en lo íntimo de
Jesús, hasta percibir sus
sentimientos escondidos
y presentir sus decisiones,
como en Caná
(cf. Jn 2, 5); otras veces
será una mirada
dolorida, sobre todo bajo
la cruz, donde
todavía será, en cierto
sentido, la mirada
de la 'parturienta', ya
que María no se limitará
a compartir la pasión y
la muerte del Unigénito,
sino que acogerá al nuevo
hijo en el discípulo
predilecto confiado a Ella
(cf. Jn 19, 26-27);
en la mañana de Pascua
será una mirada radiante
por la alegría de la resurrección
y, por
fin, una mirada ardorosa
por la efusión del
Espíritu en el día de Pentecostés
(cf. Hch
1, 14).
Los recuerdos de María
11. María vive mirando
a Cristo y tiene en
cuenta cada una de sus
palabras: « Guardaba
todas estas cosas, y las
meditaba en su corazón
» (Lc 2, 19; cf. 2, 51).
Los recuerdos de
Jesús, impresos en su alma,
la han acompañado
en todo momento, llevándola
a recorrer con
el pensamiento los distintos
episodios de
su vida junto al Hijo.
Han sido aquellos
recuerdos los que han constituido,
en cierto
sentido, el 'rosario' que
Ella ha recitado
constantemente en los días
de su vida terrenal.
Y también ahora, entre
los cantos de alegría
de la Jerusalén celestial,
permanecen intactos
los motivos de su acción
de gracias y su
alabanza. Ellos inspiran
su materna solicitud
hacia la Iglesia peregrina,
en la que sigue
desarrollando la trama
de su 'papel' de evangelizadora.
María propone continuamente
a los creyentes
los 'misterios' de su Hijo,
con el deseo
de que sean contemplados,
para que puedan
derramar toda su fuerza
salvadora. Cuando
recita el Rosario, la comunidad
cristiana
está en sintonía con el
recuerdo y con la
mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12. El Rosario, precisamente
a partir de
la experiencia de María,
es una oración marcadamente
contemplativa. Sin esta
dimensión, se desnaturalizaría,
como subrayó Pablo VI:
«Sin contemplación,
el Rosario es un cuerpo
sin alma y su rezo
corre el peligro de convertirse
en mecánica
repetición de fórmulas
y de contradecir la
advertencia de Jesús: "Cuando
oréis,
no seáis charlatanes como
los paganos, que
creen ser escuchados en
virtud de su locuacidad"
(Mt 6, 7). Por su naturaleza
el rezo del
Rosario exige un ritmo
tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca
en quien ora la meditación
de los misterios de la
vida del Señor, vistos
a través del corazón de
Aquella que estuvo
más cerca del Señor, y
que desvelen su insondable
riqueza».14
Es necesario detenernos
en este profundo
pensamiento de Pablo VI
para poner de relieve
algunas dimensiones del
Rosario que definen
mejor su carácter de contemplación
cristológica.
Recordar a Cristo con María
13. La contemplación de
María es ante todo
un recordar. Conviene sin
embargo entender
esta palabra en el sentido
bíblico de la
memoria (zakar), que actualiza
las obras
realizadas por Dios en
la historia de la
salvación. La Biblia es
narración de acontecimientos
salvíficos, que tienen
su culmen en el propio
Cristo. Estos acontecimientos
no son solamente
un 'ayer'; son también
el 'hoy' de la salvación.
Esta actualización se realiza
en particular
en la Liturgia: lo que
Dios ha llevado a
cabo hace siglos no concierne
solamente a
los testigos directos de
los acontecimientos,
sino que alcanza con su
gracia a los hombres
de cada época. Esto vale
también, en cierto
modo, para toda consideración
piadosa de
aquellos acontecimientos:
«hacer memoria»
de ellos en actitud de
fe y amor significa
abrirse a la gracia que
Cristo nos ha alcanzado
con sus misterios de vida,
muerte y resurrección.
Por esto, mientras se reafirma
con el Concilio
Vaticano II que la Liturgia,
como ejercicio
del oficio sacerdotal de
Cristo y culto público,
es «la cumbre a la que
tiende la acción de
la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente
de donde mana toda su fuerza»,15
también
es necesario recordar que
la vida espiritual
« no se agota sólo con
la participación en
la sagrada Liturgia. El
cristiano, llamado
a orar en común, debe no
obstante, entrar
también en su interior
para orar al Padre,
que ve en lo escondido
(cf. Mt 6, 6); más
aún: según enseña el Apóstol,
debe orar sin
interrupción (cf. 1 Ts
5, 17) ».16 El Rosario,
con su carácter específico,
pertenece a este
variado panorama de la
oración 'incesante',
y si la Liturgia, acción
de Cristo y de la
Iglesia, es acción salvífica
por excelencia,
el Rosario, en cuanto meditación
sobre Cristo
con María, es contemplación
saludable. En
efecto, penetrando, de
misterio en misterio,
en la vida del Redentor,
hace que cuanto
Él ha realizado y la Liturgia
actualiza sea
asimilado profundamente
y forje la propia
existencia.
Comprender a Cristo desde
María
14. Cristo es el Maestro
por excelencia,
el revelador y la revelación.
No se trata
sólo de comprender las
cosas que Él ha enseñado,
sino de 'comprenderle a
Él'. Pero en esto,
¿qué maestra más experta
que María? Si en
el ámbito divino el Espíritu
es el Maestro
interior que nos lleva
a la plena verdad
de Cristo (cf. Jn 14, 26;
15, 26; 16, 13),
entre las criaturas nadie
mejor que Ella
conoce a Cristo, nadie
como su Madre puede
introducirnos en un conocimiento
profundo
de su misterio.
El primero de los 'signos'
llevado a cabo
por Jesús –la transformación
del agua en
vino en las bodas de Caná–
nos muestra a
María precisamente como
maestra, mientras
exhorta a los criados a
ejecutar las disposiciones
de Cristo (cf. Jn 2, 5).
Y podemos imaginar
que ha desempeñado esta
función con los discípulos
después de la Ascensión
de Jesús, cuando
se quedó con ellos esperando
el Espíritu
Santo y los confortó en
la primera misión.
Recorrer con María las
escenas del Rosario
es como ir a la 'escuela'
de María para leer
a Cristo, para penetrar
sus secretos, para
entender su mensaje.
Una escuela, la de María,
mucho más eficaz,
si se piensa que Ella la
ejerce consiguiéndonos
abundantes dones del Espíritu
Santo y proponiéndonos,
al mismo tiempo, el ejemplo
de aquella «peregrinación
de la fe»,17 en la cual
es maestra incomparable.
Ante cada misterio del
Hijo, Ella nos invita,
como en su Anunciación,
a presentar con humildad
los interrogantes que conducen
a la luz,
para concluir siempre con
la obediencia de
la fe: « He aquí la esclava
del Señor, hágase
en mí según tu palabra
» (Lc 1, 38).
Configurarse a Cristo con
María
15. La espiritualidad cristiana
tiene como
característica el deber
del discípulo de
configurarse cada vez más
plenamente con
su Maestro (cf. Rm 8, 29;
Flp 3, 10. 21).
La efusión del Espíritu
en el Bautismo une
al creyente como el sarmiento
a la vid, que
es Cristo (cf. Jn 15, 5),
lo hace miembro
de su Cuerpo místico (cf.
1 Co 12, 12; Rm
12, 5). A esta unidad inicial,
sin embargo,
ha de corresponder un camino
de adhesión
creciente a Él, que oriente
cada vez más
el comportamiento del discípulo
según la
'lógica' de Cristo: «Tened
entre vosotros
los mismos sentimientos
que Cristo» (Flp
2, 5). Hace falta, según
las palabras del
Apóstol, «revestirse de
Cristo» (cf. Rm 13,
14; Ga 3, 27).
En el recorrido espiritual
del Rosario, basado
en la contemplación incesante
del rostro
de Cristo –en compañía
de María– este exigente
ideal de configuración
con Él se consigue
a través de una asiduidad
que pudiéramos
decir 'amistosa'. Ésta
nos introduce de modo
natural en la vida de Cristo
y nos hace como
'respirar' sus sentimientos.
Acerca de esto
dice el Beato Bartolomé
Longo: «Como dos
amigos, frecuentándose,
suelen parecerse
también en las costumbres,
así nosotros,
conversando familiarmente
con Jesús y la
Virgen, al meditar los
Misterios del Rosario,
y formando juntos una misma
vida de comunión,
podemos llegar a ser, en
la medida de nuestra
pequeñez, parecidos a ellos,
y aprender de
estos eminentes ejemplos
el vivir humilde,
pobre, escondido, paciente
y perfecto».18
Además, mediante este proceso
de configuración
con Cristo, en el Rosario
nos encomendamos
en particular a la acción
materna de la Virgen
Santa. Ella, que es la
madre de Cristo y
a la vez miembro de la
Iglesia como «miembro
supereminente y completamente
singular»,19
es al mismo tiempo 'Madre
de la Iglesia'.
Como tal 'engendra' continuamente
hijos para
el Cuerpo místico del Hijo.
Lo hace mediante
su intercesión, implorando
para ellos la
efusión inagotable del
Espíritu. Ella es
el icono perfecto de la
maternidad de la
Iglesia.
El Rosario nos transporta
místicamente junto
a María, dedicada a seguir
el crecimiento
humano de Cristo en la
casa de Nazaret. Eso
le permite educarnos y
modelarnos con la
misma diligencia, hasta
que Cristo «sea formado»
plenamente en nosotros
(cf. Ga 4, 19). Esta
acción de María, basada
totalmente en la
de Cristo y subordinada
radicalmente a ella,
«favorece, y de ninguna
manera impide, la
unión inmediata de los
creyentes con Cristo».20
Es el principio iluminador
expresado por
el Concilio Vaticano II,
que tan intensamente
he experimentado en mi
vida, haciendo de
él la base de mi lema episcopal:
Totus tuus.21
Un lema, como es sabido,
inspirado en la
doctrina de san Luis María
Grignion de Montfort,
que explicó así el papel
de María en el proceso
de configuración de cada
uno de nosotros
con Cristo: «Como quiera
que toda nuestra
perfección consiste en
el ser conformes,
unidos y consagrados a
Jesucristo, la más
perfecta de la devociones
es, sin duda alguna,
la que nos conforma, nos
une y nos consagra
lo más perfectamente posible
a Jesucristo.
Ahora bien, siendo María,
de todas las criaturas,
la más conforme a Jesucristo,
se sigue que,
de todas las devociones,
la que más consagra
y conforma un alma a Jesucristo
es la devoción
a María, su Santísima Madre,
y que cuanto
más consagrada esté un
alma a la Santísima
Virgen, tanto más lo estará
a Jesucristo».22
De verdad, en el Rosario
el camino de Cristo
y el de María se encuentran
profundamente
unidos. ¡María no vive
más que en Cristo
y en función de Cristo!
Rogar a Cristo con María
16. Cristo nos ha invitado
a dirigirnos a
Dios con insistencia y
confianza para ser
escuchados: «Pedid y se
os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se
os abrirá» (Mt 7,
7). El fundamento de esta
eficacia de la
oración es la bondad del
Padre, pero también
la mediación de Cristo
ante Él (cf. 1 Jn
2, 1) y la acción del Espíritu
Santo, que
«intercede por nosotros»
(Rm 8, 26-27) según
los designios de Dios.
En efecto, nosotros
«no sabemos cómo pedir»
(Rm 8, 26) y a veces
no somos escuchados porque
pedimos mal (cf.
St 4, 2-3).
Para apoyar la oración,
que Cristo y el Espíritu
hacen brotar en nuestro
corazón, interviene
María con su intercesión
materna. «La oración
de la Iglesia está como
apoyada en la oración
de María».23 Efectivamente,
si Jesús, único
Mediador, es el Camino
de nuestra oración,
María, pura transparencia
de Él, muestra
el Camino, y «a partir
de esta cooperación
singular de María a la
acción del Espíritu
Santo, las Iglesias han
desarrollado la oración
a la santa Madre de Dios,
centrándola sobre
la persona de Cristo manifestada
en sus misterios».24
En las bodas de Caná, el
Evangelio muestra
precisamente la eficacia
de la intercesión
de María, que se hace portavoz
ante Jesús
de las necesidades humanas:
«No tienen vino»
(Jn 2, 3).
El Rosario es a la vez
meditación y súplica.
La plegaria insistente
a la Madre de Dios
se apoya en la confianza
de que su materna
intercesión lo puede todo
ante el corazón
del Hijo. Ella es «omnipotente
por gracia»,
como, con audaz expresión
que debe entenderse
bien, dijo en su Súplica
a la Virgen el Beato
Bartolomé Longo.25 Basada
en el Evangelio,
ésta es una certeza que
se ha ido consolidando
por experiencia propia
en el pueblo cristiano.
El eminente poeta Dante
la interpreta estupendamente,
siguiendo a san Bernardo,
cuando canta: «Mujer,
eres tan grande y tanto
vales, que quien
desea una gracia y no recurre
a ti, quiere
que su deseo vuele sin
alas».26 En el Rosario,
mientras suplicamos a María,
templo del Espíritu
Santo (cf. Lc 1, 35), Ella
intercede por
nosotros ante el Padre
que la ha llenado
de gracia y ante el Hijo
nacido de su seno,
rogando con nosotros y
por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también
un itinerario de
anuncio y de profundización,
en el que el
misterio de Cristoes presentado
continuamente
en los diversos aspectos
de la experiencia
cristiana. Es una presentación
orante y contemplativa,
que trata de modelar al
cristiano según el
corazón de Cristo. Efectivamente,
si en el
rezo del Rosario se valoran
adecuadamente
todos sus elementos para
una meditación eficaz,
se da, especialmente en
la celebración comunitaria
en las parroquias y los
santuarios, una significativa
oportunidad catequética
que los Pastores
deben saber aprovechar.
La Virgen del Rosario
continúa también de este
modo su obra de
anunciar a Cristo. La historia
del Rosario
muestra cómo esta oración
ha sido utilizada
especialmente por los Dominicos,
en un momento
difícil para la Iglesia
a causa de la difusión
de la herejía. Hoy estamos
ante nuevos desafíos.
¿Por qué no volver a tomar
en la mano las
cuentas del rosario con
la fe de quienes
nos han precedido? El Rosario
conserva toda
su fuerza y sigue siendo
un recurso importante
en el bagaje pastoral de
todo buen evangelizador.
Pase a leer de la encíclica papal el Capítulo 2
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