LA VOCACIÓN A LA SANTIDAD
Mensaje del Santo Padre
para la XXXIX Jornada
Mundial
de oración por las vocaciones
21 de abril del 2002, IV
Domingo de Pascua
Juan Pablo II: 25 aniversario
Carta a Dios
Libros, devociones, documentos sobre la Eucaristía
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ORACIÓN
PADRE SANTO:
mira nuestra humanidad,
que da los primeros
pasos
en el camino del
tercer milenio.
Su vida sigue marcada
fuertemente
todavía por el odio,
la violencia, la
opresión,
pero el hambre de
justicia,
de verdad y de gracia,
encuentra espacio
en el corazón de
tantos,
que esperan la salvación,
llevada a cabo por
Ti,
por medio de tu Hijo
Jesús.
Necesitamos mensajeros
animosos del Evangelio,
siervos generosos
de la humanidad sufriente.
Envía a tu Iglesia,
te rogamos,
presbíteros santos,
que santifiquen a
tu pueblo
con los instrumentos
de tu gracia.
Envía numerosos consagrados
que muestren tu santidad
en medio del mundo.
Envía a tu viña,
santos operarios
que trabajen
con el ardor de la
caridad
y, movidos por tu
Espíritu Santo,
lleven la salvación
de Cristo
hasta los últimos
confines de la tierra.
Amén.
En Castel Gandolfo,
8 de septiembre del 2001
Juan Pablo II
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LA VOCACIÓN A LA SANTIDAD
Venerables Hermanos en el Episcopado, queridos
Hermanos y Hermanas:
1. todos ustedes "amados de Dios, llamados a ser santos,
llegue la gracia y la paz,
que proceden de
Dios, nuestro Padre, y
del Señor Jesucristo"
(Rom.1,7). Estas palabras
del apóstol Pablo
a los cristianos de Roma
nos introducen en
el tema de la próxima Jornada
Mundial de
Oración por las Vocaciones:
"La vocación
a la santidad". ¡La
santidad! He aquí
la gracia y la meta de
todo creyente, conforme
nos recuerda el Libro del
Levítico:
"Ustedes serán santos,
porque yo, el
Señor su Dios, soy santo"
(19,2).
En la Carta apostólica
«Novo millennio ineunte»
he invitado a poner "la
programación
pastoral en el signo de
la santidad",
para "expresar la
convicción de que
si el Bautismo es una verdadera
entrada en
la santidad de Dios por
medio de la inserción
en Cristo y la inhabitación
de su Espíritu,
sería un contrasentido
contentarse con una
vida mediocre, vivida según
una ética minimalista
y una religiosidad superficial…
Es el momento
de proponer de nuevo a
todos con convicción
este "alto grado"
de la vida cristiana
ordinaria: la vida entera
de la comunidad
eclesial y de las familias
cristianas debe
ir en esta dirección"
(n° 31).
Tarea primaria de la Iglesia
es acompañar
a los cristianos por el
camino de la santidad,
con el fin de que iluminados
por la inteligencia
de la fe, aprendan a conocer
y a contemplar
el rostro de Cristo y a
redescubrir en Él
la auténtica identidad
y la misión que el
Señor confía a cada uno.
De tal modo que
lleguen a estar "edificados
sobre los
apóstoles y los profetas,
que son los cimientos,
mientras que la piedra
angular es el mismo
Jesucristo. En Él, todo
el edificio, bien
trabado, va creciendo para
constituir un
templo santo en el Señor"
(Ef. 2. 20-21).
La Iglesia reúne en sí
todas las vocaciones
que Dios suscita entre
sus hijos y se configura
a sí misma como reflejo
luminoso del misterio
de la Santísima Trinidad.
Como "pueblo
congregado por la unidad
del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo",
lleva en sí el
misterio del Padre que
llama a todos a santificar
su nombre y a cumplir su
voluntad; custodia
el misterio del Hijo que,
mandado por el
Padre a anunciar el reino
de Dios, invita
a todos a seguirle; es
depositaria del misterio
del Espíritu Santo que
consagra para la misión
que el Padre ha elegido
mediante su Hijo
Jesucristo.
Porque la Comunidad eclesial
es el lugar
donde se expresan las diversas
vocaciones
suscitadas por el Señor,
en el contexto de
la Jornada Mundial, que
tendrá lugar el próximo
21 de abril, IV Domingo
de Pascua, se desarrollará
el tercer Congreso Continental
por las vocaciones
al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada
en Norteamérica. Me alegro
de dirigir a los
promotores y a los participantes
mis benevolentes
saludos y de expresar viva
complacencia por
una iniciativa que afronta
uno de los problemas
cruciales de la Iglesia
que existe en América
y por la Nueva Evangelización
del Continente.
Invito a todos, para que
un encuentro tan
importante pueda suscitar
un renovado empeño
en el servicio de las vocaciones
y un entusiasmo
más generoso entre los
cristianos del "Nuevo
Mundo".
2. La Iglesia es "casa de la santidad" y la caridad de Cristo, difundida por el
Espíritu Santo, constituye
su alma. Por ella
todos los cristianos deben
ayudarse recíprocamente
en descubrir y realizar
su vocación a la
escucha de la Palabra de
Dios, en la oración,
en la asidua participación
a los sacramentos
y en la búsqueda constante
del rostro de
Cristo en cada hermano.
De tal modo cada
uno, según sus dones, avanza
en el camino
de la fe, tiene pronta
la esperanza y obra
mediante la caridad (Cf.
Lumen gentium, 4.1)
mientras la Iglesia "revela
y revive
la infinita riqueza del
misterio de Jesucristo
(Christifideles laici,
55) y consigue que
la santidad de Dios entre
en cada estado
y situación de vida, para
que todos los cristianos
lleguen a ser operarios
de la viña del Señor
y edifiquen el Cuerpo de
Cristo.
Si cada vocación en la
Iglesia está al servicio
de la santidad, algunas,
sobre todo, como
la vocación al ministerio
sacerdotal y a
la vida consagrada lo son
de modo especialísimo.
Es a estas vocaciones a
las que invito a
mirar hoy con particular
atención, intensificando
la oración por ellas.
La vocación al ministerio
sacerdotal "es
esencialmente una llamada
a la santidad,
en la forma que brota del
sacramento del
Orden. La santidad es intimidad
con Dios,
es imitación de Cristo
pobre, casto y humilde;
es amor sin reserva a las
almas y donación
al verdadero bien; es amor
a la Iglesia que
es santa y nos quiere santos,
porque tal
es la misión que Cristo
le ha confiado"
(Pastores dabo vobis, 33).
Jesús llama a
los Apóstoles «para que
estuvieran con Él».(Mc
3,14) en una intimidad
privilegiada (cfr
Lc 8, 1- 2; 22, 28). No
sólo los hace partícipes
de los misterios del Reino
de los cielos
(Cfr Mt.13,16-18) sino
que espera de ellos
una fidelidad más alta
y acorde con el ministerio
apostólico al que los llama.
Les exige una
pobreza más rigurosa (Cfr.
Mt 19, 22-23),
la humildad del siervo
que se hace el último
de todos (cfr. Mt 20, 25-27).
Les pide la fe en los poderes
recibidos (Cfr.
Mt17,19-21, la oración
y el ayuno como instrumentos
eficaces de apostolado
(cfr. Mc 9, 29) y
el desinterés: "Han
recibido gratuitamente,
den también gratuitamente".
(Mt 10,
8). De ellos espera la
prudencia unida a
la simplicidad y a la rectitud
moral (cfr
Mt. 10, 26-28) y el abandono
a la Providencia
(Cfr. Lc 9, 1-3; 19, 22-23).
No debe faltarles
la conciencia de la responsabilidad
asumida,
en cuanto administradores
de los sacramentos
instituídos por el Maestro
y operarios de
su viña (cfr. Lc 12, 43-48).
La vida consagrada revela
la íntima naturaleza
de cada vocación cristiana
a la santidad
y la tensión de toda la
Iglesia-Esposa hacia
Cristo, "su único
Esposo". "La
profesión de los consejos
evangélicos está
íntimamente conectada con
el misterio de
Cristo, teniendo el deber
de hacerlos presentes
en la forma de vida que
ellos elijan, añadiéndolo
como valor absoluto y escatológico
(Vita
consecrata, 29). Las vocaciones
a estos estados
de vida son dones preciosos
y necesarios,
que atestiguan también
hoy el seguimiento
de Cristo casto, pobre
y obediente, el testimonio
del primado absoluto de
Dios y el servicio
a la humanidad en el estilo
del Redentor
representan caminos privilegiados
hacia una
plenitud de vida espiritual.
La escasez de candidatos
al sacerdocio y
a la vida consagrada, que
se registra en
algunos contextos de hoy,
lejos de conducirnos
a exigir menos y a contentarse
con una formación
y una espiritualidad mediocres,
debe impulsarnos
sobre todo a una mayor
atención en la selección
y en la formación de cuantos,
una vez constituídos
ministros y testigos de
Cristo, estén llamados
a confirmar con la santidad
de vida lo que
anuncian y celebran.
3. Es necesario poner en evidencia todos los medios para que las vocaciones
al sacerdocio y a la vida
consagrada, esenciales
para la vida y la santidad
del Pueblo de
Dios, estén continuamente
en el centro de
la espiritualidad de la
acción pastoral y
de la oración de los fieles.
Los obispos y presbíteros
sean, primeramente
los testigos de la santidad
del ministerio
recibido como don. Con
la vida y la enseñanza
muestren el gozo de seguir
a Jesús, Buen
Pastor y la eficacia renovadora
del misterio
de su Pascua de redención.
Hagan visible
con su ejemplo, de modo
particular a las
jóvenes generaciones, la
entusiasmante aventura
reservada a quien, sobre
las huellas del
Divino Maestro, elige pertenecer
completamente
a Dios y se ofrece a sí
mismo para que cada
hombre pueda tener vida
en abundancia. (Cfr.
Jn 10, 10).
Consagrados y consagradas,
que viven "en
el mismo corazón de la
Iglesia como elemento
decisivo para su misión"
(Vita consecrata,
3), muestren que su existencia
está sólidamente
radicada en Cristo, que
la vida religiosa
es "casa y escuela
de comunión"
(Novo millennio ineunte,
43), que en su humilde
y fiel servicio al hombre
aliente aquella
"fantasía de la caridad"
(ibid.,
50) que el Espíritu Santo
mantiene siempre
viva en la Iglesia. ¡No
olviden que en el
amor a la contemplación,
en el gozo de servir
a los hermanos, en la castidad
vivida por
el Reino de los Cielos,
en la generosa dedicación
a su ministerio reside
la fuerza de cada
propuesta vocacional!
Las familias están llamadas
a jugar un papel
decisivo para el futuro
de las vocaciones
en la Iglesia. La santidad
del amor esponsal,
la armonía de la vida familiar,
el espíritu
de fe con el que se afrontan
los problemas
diarios de la vida, la
apertura a los otros,
sobre todo a los más pobres,
la participación
en la vida de la comunidad
cristiana constituyen
el ambiente adecuado para
la escucha de la
llamada divina y para una
generosa respuesta
de parte de los hijos.
4. "Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha"
(Mt 9,38; Lc 10, 2) En
obediencia al mandato
de Cristo, cada Jornada
Mundial se caracteriza
como momento de oración
intensa, que compromete
a la comunidad cristiana
entera en una incesante
y fervorosa invocación
a Dios por las vocaciones.
¡Qué importante es que
las comunidades cristianas
lleguen a ser verdaderas
escuelas de oración
(Cfr. Novo millennio ineunte,
33), capaces
de educar en el diálogo
con Dios y formar
a los fieles a abrirse
siempre más al amor
con que el Padre "amó
tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único"
(Jn 3,
16)!
La oración cultivada y
vivida ayudará a dejarse
guiar por el Espíritu de
Cristo para colaborar
en la edificación de la
Iglesia en la caridad.
En tal ambiente, el discípulo
crece en el
deseo ardiente que cada
hombre encuentra
en Cristo y alcanza la
verdadera libertad
de los hijos de Dios. Tal
deseo conducirá
al creyente, con el ejemplo
de María, a estar
disponible para pronunciar
un "sí"
lleno y generoso al Señor
que lo llama a
ser ministro de la Palabra,
de los sacramentos
y de la caridad, o pueda
ser signo viviente
de la vida casta, pobre
y obediente de Cristo
entre los hombres de nuestro
tiempo.
¡El Dueño de la mies haga
que no falten en
su Iglesia numerosas y
santas vocaciones
sacerdotales y religiosas!
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