EL JOSCO
Por Abelardo Díaz Alfaro
OMBRA IMBORRABLE DEL JOSCO sobre la loma que domina el valle del Toa.
La cabeza erguida, las
aspas filosas estoqueando
el capote en sangre de
un atardecer luminoso.
Aindiado, moreno, la carrilluda
en sombras,
el andar lento y rítmico.
La baba gelatinosa
le caía de los belfos negros
y gomosos, dejando
en el verde enjoyado estela
plateada de caracol.
Era hosco por el color
y por su carácter
reconcentrado, huraño,
fobioso, de peleador
incansable. Cuando sobre
el lomo negro del
cerro Farallón las estrellas
clavaban sus
banderillas de luz, lo
veía descender la
loma, majestuoso, doblar
la recia cerviz,
resoplar su aliento de
toro macho sobre la
tierra virgen y tirar un
mugido largo y potente
para las rejoyas del San
Lorenzo.
--Toro macho, padrote como
ése, denguno;
no nació pa yugo- me decía
el jincho Marcelo,
quien una noche negra y
hosca le parteó a
la luz temblona de un jacho.
Lo había criado
y lo quería como a un hijo.
Su único hijo.
Hombre solitario, hecho a la reyerta de la
alborada, veía en aquel
toro la encarnación
de algo de su hombría,
de su descontento,
de su espíritu recio y
primitivo. Y toro
y hombre se fundían en
un mismo paisaje y
en un mismo dolor.
No había toro de las fincas
lindantes que
cruzase la guardarraya,
que el Josco no le
grabase en rojo sobre el
costado, de una
cornada certera, su rúbrica
de toro padrote.
Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba
el telón en sombras de
la noche, oí al tío
Leopo decir al jincho:
--Marcelo, mañana me traes
el toro americano
que le compré a los Velilla
para padrote;
lo quiero para el cruce;
hay que mejorar
la crianza.
Y vi al jincho luchar en
su mente estrecha,
recia y primitiva con una
idea demasiado
sangrante, demasiado dolorosa
para ser realidad.
Y tras una corta pausa
musitó débilmente;
como si la voz se le quebrase
en suspiros:
--Don Leopo, ¿y qué jacemos
con el Josco?
--Pues lo enyugaremos para
arrastre de caña,
la zafra se mete fuerte
este año, y ese toro
es duro y resistente.
--Usté dispense, don Leopo,
pero ese toro
es padrote de nación, es
alebrestao, no sirve
pa yugo.
Y descendió la escalera de caracol y por la
enlunada veredita se hundió
en el mar de
sombras del cañaveral.
Sangrante, como si
le hubieran clavado un
estoque en mitad del
corazón.
Al otro día por el portalón
blanco que une
los caminos de las fincas
lindantes, vi al
jincho traer atado a una
soga un enorme toro
blanco. Los cuernos cortos,
la poderosa testa
mapeada en sepia. La dilatada
y espaciosa
nariz taladrada por una
argolla de hierro.
El jincho venía como empujado,
lentamente,
como con ganas de nunca
llegar, por la veredita
de los guayabales.
Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo
por las mayas de la colindancia
de los Cocos,
que hizo retumbar las rejoyas
del San Lorenzo
y los riscos del Farallón.
Un relámpago cárdeno
de alegría iluminó la faz
macilenta del jincho.
Era el grito de guerra
del Josco, el reto
para jugarse en puñales
de cuernos la supremacía
del padronazgo. Empezó
a mover la testa en
forma pendular. Tiró furiosas
cornadas al
suelo, trayéndose en el
filo de las astas
tierra y pasto. Alucinado,
lanzó cabezadas
frontales al aire, como
luchando con una
sombra.
El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó
al toro blanco. El Josco
ensayó un tranco
ligero, hasta penetrar
en la veredita. Se
detuvo un momento. Remolineó
ágil y comenzó
a estoquear los pequeños
guayabos que bordean
la veredita. La testa coronada
se le enguirnaldó
de ramas, flores silvestres
y bejucales.
Venía lento, taimado, con
un bramar repetido
y monótono. Alargaba la
cabeza, y el bramar
culminaba en un mugido
largo y de clarinada.
Raspó la tierra con las
bifurcadas pezuñas
hasta levantar al cielo
polvaredas de oro.
Avanzó un poco. Luego quedó
inmóvil, hierático,
tenso. En los belfos negros
y gomosos la
baba se le espumaba en
burbujas de plata.
Así permaneció un rato.
Dobló la cerviz,
el hocico pegado al ras
del suelo, resoplando
violentamente, como husmeando
una huella
misteriosa.
En la vieja casona la gente se fue asomando
al balcón. Los agregados
salían de sus bohíos.
Los chiquillos de vientres
abultados perforaban
el aire con sus chillidos:
--El Josco pelea con el
americano de los
Velilla.
En el redondel de los cerros circunvecinos
las voces se hicieron ecos.
Los chiquillos azuzaban
al Josco. --Dale,
Josco, que tú le puedes.
El Josco seguía avanzando,
la cabeza baja,
el andar lento y grave.
Y el jincho no pudo
contenerse y soltó el toro
blanco. Este se
cuadró receloso, empezó
a escarbar la tierra
con las anchas pezuñas
y lanzó un bronco
mugido.
Jey... Jey... Oiseee... Josco-gritaba la peonada.
--Palante, mi Josco- vibró
el jincho.
Y se oyó el seco y violento
chocar de las
cornamentas. Acreció el
grito ensordecedor
de la peonada. --Dale,
jey. . . Josco.
Las cabezas pegadas, los ojos negros y refulgentes
inyectados de sangre, los
belfos dilatados,
las pezuñas firmemente
adheridas a la tierra,
las patas traseras abiertas,
los rabos leoninos
erguidos, la trabazón rebullente
de los músculos
ondulando sobre las carnes
macisas.
Colisión de fuerzas que
por lo potentes se
inmovilizaban. Ninguno
cejaba; parecían como
estampados en la fiesta
de colores del paisaje.
La baba se espesaba. Los belfos ardorosos
resonaban como fuelles.
Separaron súbitamente las
cornamentas y empezaron
a tirarse cornadas ladeadas,
tratando de
herirse en las frentes.
Los cuernos sonaban
como repiquetear de castañuelas.
Y volvieron
a unir las testas florecidas
de puñales.
Un agregado exclamó:
--El blanco es más grande
y tiene más arrobas.
Y el jincho con rabia le ripostó:
--Pero el Josco tiene más
maña y más cría.
El toro blanco, haciendo
un supremo esfuerzo,
se retiró un poco y avanzó
egregio, imprimiéndole
a la escultura imponente
de su cuerpo toda
la fuerza de sus arrobas.
Y se vio al Josco
recular arrollado por aquella
avalancha incontenible.
--Aguante mi Josco- gritaba
desesperado el
jincho.
--No joya; usté eh de raza.
El Josco hincaba las patas traseras en la
tierra buscando un apoyo
para resistir, pero
el blanco lo arrastraba.
Dobló los corvejones
tratando de detener el
empuje, se irguió
nuevamente y "rebuleó"
rápido hacia
atrás amortiguando la embestida
del blanco.
--Lo ve; es mah grande-
añadió con pena un
agregado.
--Pero no juye- le escupió
el jincho.
Y las patas traseras del Josco toparon con
una eminencia en el terreno,
la cual le servió
de sostén. Afirmado, sesgó
a un lado, zafando
el cuerpo a la embestida
del blanco, que
se perdió en el vacío.
A éste faltó el equilibrio,
y el Josco, aprovechándose
del desbalance
del contrario, volteó rápido
y le asestó
una cornada certera, trazándole
en rojo sobre
el albo costado una grieta
de sangre. El
blanco lanzó un bufido
quejumbroso, huyendo
despavorido entre la algarabía
jubilosa del
peonaje. El jincho vibrante
de emoción gritaba
a voz en cuello:
--Toro jaiba, toro mañoso,
toro de cría.
Y el Josco alargó el cuerpo estilizado, levantó
la testa triunfal, las
astas filosas doradas
de sol, apuñaleando el
mantón azul de un
cielo sin nubes.
El blanco siempre se quedó
de padrote. Orondo
se paseaba por el cercao
de las vacas.
Al Josco trataton de uncirlo
al yugo con
un buey viejo que lo amaestrara,
pero se
revolvió violento poniendo
peligro la vida
del peonaje. Andaba mohino,
huraño, y se
le escuchaba bramar quejoso,
como agobiado
por una pena conmensurable.
Tranqueaba hacia el cercao de los bueyes de
arrastres, de cogotes pelados
y de pastar
apacibles. Levantando la
cabeza sobre la
alambrada, dejaba escapar
un triste mugido.
Se veía buey rabisero,
buey soroco, buey
manco, buey toruno, castrao.
Aquel atardecer lo contemplé
al trasluz de
un crepúsculo tinto en
sangre de toros, sobre
la loma verdeante que domina
el valle del
Toa. No tenía la arrogancia
de antes, no
levantaba al cielo airosamente
la testa coronada;
lo veía desfalleciente
como estrujado por
una inmensa congoja. Babeó
un rato, alargó
la cabeza y suspendió un
débil mugido, descendió
la loma y su sombra se
fundió en el misterio
de una noche sin estrellas.
A eso de la media noche me pareció escuchar
un mugir dolorido. El sueño
se hizo sobre
mis párpados.
Al otro día el Josco no
aparecía. Se le buscó
por todas las lindancias.
No podía haberse
pasado a las otras fincas,
no había boquetes
en los mayales, ni en las
alambradas de las
guardarrayas. El Jincho
iba y venía desesperado.
El tío Leopo apuntó:
--Tal vez se fué por el
camino del Farallón
a las malojillas del río.
El Jincho hacia allá se encaminó. Regresó
decepcionado. Luego se
dirigió hacia una
rejoya entre árboles en
la colindancia de
los Cocos, donde el Josco
solía sestear.
Lo vimos levantar la manos
y con la voz transida
de angustia gritó:
--Don Leopo, aquí está
el Josco. Corrimos
presurosos donde el Jincho
estaba, la cabeza
baja, los ojos turbios
de lágrimas. Señaló
hacia un declive entre
raíces, bejucales
y flores silvestres. Y
vimos al Josco inerte,
las patas traseras abiertas
y rígidas; la
cabeza sepultada bajo el
peso del cuerpo
musculoso.
Y el Jincho con la voz temblorosa y llena
de reconvenciones exclamó:
--Mi pobre Josco, se esnucó
de rabia. Don
Leopo se lo dije. Ese toro
era padrote de
nación; no nació pa yugo".
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