a sonrisa tras la
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Por José Luis Martín Descalzo, presbítero
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José Luis Martín Descalzo
1930-1991
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RACIAS. CON ESTA PALABRA PODRÍA CONCLUIR
ESTA CARTA, DIOS MÍO, AMOR
MÍO. Porque eso es todo lo que tengo que decirte:
gracias, gracias. Sí, desde
la altura
de mis cincuenta y cinco
años, vuelvo
mi vista atrás, ¿qué
encuentro sino la interminable
cordillera
de tu amor? No hay rincón
en mi historia
en el que no fulgiera tu
misericordia sobre
mi. No ha existido una
hora en que no haya
experimentado tu presencia
amorosa y paternal
acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una
amiga que acaba de enterarse
de mis problemas
de salud, y me escribe
furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser
y me rebelo una vez y otra
vez contra ese
Dios que permite que personas
como tú
sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le
deja ver la verdad. Porque
-aparte de que
yo no soy más importante
que nadie-
toda mi vida es testimonio
de dos cosas:
en mis cincuenta años he
sufrido no
pocas veces de manos de
los hombres. De ellos
he recibido arañazos y
desagradecimientos,
soledad e incomprensiones.
Pero de ti nada
he recibido sino una interminable
siembra
de gestos de cariño. Mi
última
enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo.
El de encontrarme
a gusto en la familia humana.
El de saber que,
a fin de cuentas, si pongo
en una balanza todos
esos arañazos
y zancadillas recibidos
serán siempre
muchísimo menores
que el gran amor
que esos mismos hombres
pusieron en el otro
platino de la balanza
de mi vida. ¿He
sido acaso un hombre
afortunado y fuera de
lo normal? Probablemente.
Pero ¿en
nombre de qué podría
yo ahora
fingirme un mártir
de la condición
humana si sé que,
en definitiva, he
tenido más ayudas
y comprensión
que dificultades?
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Priesthood and Diaconate: The Recipient of
the Sacrament of
Holy Orders from the Perspective
of Creation Theology
and Christology |
Y, además, tú acompañaste
el don de ser con el de
la fe. En mi infancia
yo palpé tu presencia a
todas horas.
Para mí, tu imagen fue
la de un Dios
sencillo. Jamás me aterrorizaron
con
tu nombre. Y me sembraron
en el alma esa
fabulosa capacidad: la
de saberme amado,
la de experimentar tu presencia
cotidiana
en el correr de las horas.
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron
nacer. Tampoco yo lo pedí,
porque
antes no existía. Pero
de haber sabido
lo que sería mi vida, con
qué
gritos te habría implorado
la existencia,
y ésta, precisamente, que
de hecho
me diste.
absolutamente decisivo el nacer en la familia
que tú me elegiste. Hoy
daría
todo cuanto después he
conseguido
sólo por tener los padres
y hermanos
que tuve. Todos fueron
testigos vivos de
la presencia de tu amor.
En ellos aprendí
-¡qué fácilmente!- quién
eras y cómo eres. Desde
entonces amarte
-y amar, por tanto, a todos
y a todo- me
empezó a resultar cuesta
abajo. Lo
absurdo habría sido no
quererte. Lo
difícil habría sido vivir
en
la amargura. La felicidad,
la fe, la confianza
en la vida fueron, para
mí, como el
plato de natillas que mamá
pondría,
infallablemente, a la hora
de comer. Algo
que vendría con toda seguridad.
Y
que si no venía, era simplemente
porque
aquel día estaban más caros
los huevos, no porque hubiera
escaseado el
amor. Entonces aprendí
también
que el dolor era parte
del juego. No una
maldición, sino algo que
entraba en
el sueldo de vivir; algo
que, en todo caso,
siempre sería insuficiente
para quitarnos
la alegría.
a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo-
ni el dolor me duele, ni
la amargura me amarga.
No porque yo sea un valiente,
sino sencillamente
porque al haber aprendido
desde niño a contemplar
ante todo las zonas positivas
de la vida
y al haber asumido con
normalidad las negras,
resulta que, cuando éstas
llegan, ya no son
negras, sino sólo un tanto
grises. Otro amigo
me escribe en estos días
que podré soportar
la diálisis «chapuzándome
en Dios».
Y a mi eso me parece un
poco excesivo y melodramático.
Porque o no es para tanto
o es que de pequeño
me «chapuzaron»
ya en la presencia
«normal» de
Dios, y en ti me
siento siempre como acorazado
contra el sufrimiento.
O tal vez es que el verdadero
dolor aún no
ha llegado.
A veces pienso que he tenido «demasiado
buena suerte».
Los santos te ofrecían
cosas grandes. Yo
nunca he tenido nada serio
que ofrecerte. Me
temo que, a la hora de
mi muerte, voy a
tener la misma impresión
que en ese momento
tuvo mi madre: la de morirme
con las manos vacías,
porque nunca
me enviaste nada
realmente cuesta arriba
para poder ofrecértelo.
Ni siquiera
la soledad. Ni siquiera
esos descensos a
la nada con que tú
regalas a veces
a los que verdaderamente
fueron tuyos. Lo
siento. Pero ¿qué
hago yo si
a mi no me has abandonado
nunca? A veces
me avergüenzo pensando
que me moriré
sin haber estado
nunca a tu lado en el huerto
de los olivos, sin
haber tenido yo mi agonía
de Getsemaní.
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View from the Altar:
Reflections on the Rapidly Changing Catholic
Priesthood
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Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso
alguna vez --en mis sueños heroicos- he pensado
que me habría gustado tener yo también una
buena crisis de fe para demostrarte a ti
y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica
fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido
otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que
los demás. El pecado ha
puesto su
guarida en mí y tú y yo
sabemos
hasta qué profundidades.
Pero la verdad
es que ni siquiera en las
horas de la quemadura
he podido experimentar
plenamente la llama
negra del mal de tanta
luz como tú
mantenías a mi lado. En
la miseria,
he seguido siendo tuyo.
Y hasta me parece
que tu amor era tanto más
tierno cuantas
más niñerías hacía
yo.
presumir ante ti de persecuciones y dificultades.Pero tú sabes que, aún en lo
humano, me rodeó siempre
más
gente estupenda que traidora
y que recibí
por cada incomprensión
diez sonrisas.
Que tuve la fortuna de
que el mal nunca me
hiciera daño y, sobre todo,
que no
me dejara amargura dentro.
Que incluso de
aquello saqué siempre ganas
de ser
mejor y hasta misteriosas
amistades.
me diste el asombro de mi vocación.
Ser cura es imposible,
tú lo sabes.
Pero también maravilloso,
yo lo sé.
Hoy no tengo, es cierto,
el entusiasmo de
enamorado de los primeros
días. Pero,
por fortuna, no me he acostumbrado
aún
a decir misa y aún tiemblo
cada vez
que confieso. Y sé aún
lo que
es el gozo soberano de
poder ayudar a la
gente -siempre más de lo
que yo personalmente
sabría- y el de poder anunciarles
tu nombre. Aún lloro -¿sabes?-
leyendo la parábola del
hijo pródigo.
Aún -gracias a ti- no puedo
decir
sin conmoverme esa parte
del Credo que habla
de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús.
Si yo hubiera sido
el más desgraciado de
los hombres, si las
desgracias me hubieran
perseguido por todos
los rincones de mi vida,
sé que me habría
bastado recordar a Jesús
para superarlas.
Que tú hayas sido uno de
nosotros me reconcilia
con todos nuestros
fracasos y vacíos.
¿Cómo
se puede estar triste
sabiendo que este
planeta ha sido pisado
por tus pies? ¿Para
qué quiero
más ternuras
que la de pensar
en el
rostro de María?
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The Priest Is Not His Own
Fulton Sheen |
He sido felíz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido felíz
ya aquí, sin esperar la
gloria del cielo.
Mira, tú ya sabes que no
tengo miedo a la
muerte, pero tampoco tengo
ninguna prisa
porque llegue. ¿Podré estar
allí más en tus
brazos de lo que estoy
ahora? Porque éste
es el asombro: el cielo
lo tenemos ya desde
el momento en que podemos
amarte. Tiene razón
mi amigo Cabodevilla: nos
vamos a morir sin
aclarar cuál es el mayor
de tus dones, si
el de que tú nos ames o
el de que nos permitas
amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora
sus vidas. Pero ¡sí estamos
haciendo algo que es infinitamente
más
grande que nuestra naturaleza:
amarte, colaborar
contigo en la construcción
del gran
edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con
creer que mi cabeza reposando
en tus manos
te da la oportunidad de
quererme. Y me da
un poco de risa eso de
que nos vas a dar
el cielo como premio. ¿Como
premio de qué?
Eres un tramposo: nos regalas
tu cielo y
encima nos das la impresión
de haberlo merecido.
El amor, tú lo sabes muy
bien, es él solo
su propia recompensa. Y
no es que la felicidad
sea la consecuencia o el
fruto del amor.
El amor ya es, por sí solo,
la felicidad.
Saberte Padre es el cielo.
Claro que no me
tienes que dar porque te
quiera. Quererte
ya es un don. No podrás
darme más.
he querido hablar de ti y contigo en esta
página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única
razón de mi amor. No tengo
otras.
¿Cómo tendría alguna
esperanza sin ti? ¿En qué
se
apoyaría mi alegría si
nos
faltases tú? ¿En qué
vino insípido se tornarían
todos mis amores si no
fueran reflejo de
tu amor? Eres tú quien
da fuerza y
vigor a todo. Y yo sé sobradamente
que toda mi tarea de hombre
es repetir y
repetir tu nombre. Y retirarme.
*Nota de Luis Negrón Hernández, editor de
PReb.com:
Poco después de esta Carta,
el padre José
Luis Martín Descalzo pasó
a morar en el corazón
de su gran Amor. Encontrará
otros artículos
del autor, Martín Descalzo,
en nuestra sección Amén.
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