Lo que fui, lo que soy,
lo que he de ser siempre
Por Luis Muñoz Rivera
La Democracia, 12 de julio de 1910
Carta de Luis Muñoz Rivera a José de Diego
Carta de Muñoz Rivera a Mariano Abril
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Luis Muñoz Rivera
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L 27 DE MAYO, AUSENTE YO EN WASHINGTON, apareció en El Heraldo Español, de Puerto
Rico, esta alusión cariñosa:
«Jamás hemos dicho que
el señor Muñoz Rivera,
después de haber sido en
Puerto Rico el leader de la prolongación de un partido monárquico
de la Península, dijo en
dos banquetes celebrados
en Puerto Rico para conmemorar
el onomástico
del Rey de España - una
vez en el Parque
y otra en el Hotel Inglaterra
que sus ideas
habían sido siempre republicanas.»
En efecto; por una convicción arraigada en
mi espíritu desde que apenas
contaba quince
años, y por una constante
afirmación de mis
ideas en el estudio del
progreso a través
de la Historia, mis ideas
fueron profundamente
republicanas.
No concebía yo que un hombre,
sin otro título
que el de nacer en un palacio
y heredar un
cetro y un trono, rigiese
a los demás hombres,
imponiéndoles su voluntad
soberana. Creía
yo que todos, por el hecho
de venir a la
vida, poseemos la potestad
de intervenir
con nuestro voto en las
funciones del poder
supremo. En una palabra:
entendía yo que
ni la aristocracia, ni
la teocracia, ni la
autocracia, ni ninguna
de las modalidades
del gobierno personal o
del gobierno por
clases, por castas, por
oligarquías, era
compatible con la dignidad
humana. De ahí
mis preferencias, mis inclinaciones
a la
democracia y a la República.
Pero sobre eso, y antes que eso, había llegado
yo al mundo en una isla
diminuta, sin medios
para la lucha en el campo
de las armas, sumisa
a la nación madre por leyes
de su amargo
destino. Quebrantar aquella
coyunda no se
pudo jamás: los hijos de
la tierra, en masas
poco menos que unánimes,
peleaban por su
decoro colectivo, llamándose
reformistas
en 1867, asimilistas en
1877, autonomistas
en 1887. Los dueños, los
señores, los que
traían su fe de bautismo
refrendado en la
España de Europa, sostenían
-cosa natural-
su monopolio de los asuntos
públicos. Y les
ayudaban -cosa triste-
unos pocos hijos de
la tierra, combatiendo
los nobles ímpetus
de sus hermanos, llamándose
«incondicionales
españoles» y ayudando a
la esclavitud de
Puerto Rico.
¡Qué empresa tan difícil
la de combatir con
éxito a los incondicionales
de allá y de
acá! En la pugna desigual
gastaron su existencia
los más íntegros patriotas:
Padial, Freire,
Goico, Acosta, Baldorioty,
Celis, Corchado,
Brau, Marín, Córdova, Alonso,
Morales, Quiñones...
Los más altos entendimientos
del país.
No había esperanza. Cuando defendían la causa
insular se les acusaba
de rebeldes, de antiespañoles;
se les llevaba con la guardia
civil por los
caminos solitarios a las
cárceles inicuas;
se les colocaba fuera de
la ley; se les castigaba
como a réprobos. No había
esperanza.
Y yo asistía al espectáculo
siniestro desde
mi atalaya de Barranquitas. Y en mí se formaba un sentimiento superior
a las filosofías escolásticas,
superior a
los sistemas jurídicos,
superior a las formas
del poder político; se
formaba el sentimiento
regional: el puro y noble
y exclusivo sentimiento
de la patria.
Había visto caer a mis maestros; había visto
agonizar a mis hermanos;
había visto a mi
pueblo, al pueblo de Puerto
Rico, debatirse
en las ansias de una desesperación
dantesca.
Seguía siendo republicano;
mas por encima
de todo debía y quería
ser puertorriqueño.
Y para serlo con eficacia
y librar a la Colonia
del coloniaje, y sacudir
el viejo árbol de
la tiranía y romper el
bloque de los seculares
privilegios, necesitaba
apoyarme en una fuerza:
en la de los partidos de
la metrópoli.
¿En cuál? ¿En los que también,
como yo, pugnaban
-inútil empeño- por la
República, o en los
que podían desde el reducto
monárquico establecer
la autonomía, entonces
inverosímil? No dudé
un minuto. Y en primero
de julio de 1890
fundé este periódico y
en él levanté la bandera
de una conjunción con el
partido liberal.
Trabajé y vencí. La autonomía
dejó de ser
abstracción filosófica
y pasó a ser concreción
práctica. ¡Puerto Rico
gobernaba a Puerto
Rico!
Y óiganme bien los que me discuten: si cualquier
nación del planeta -no
ya España, la nación
descubridora y civilizadora-;
si cualquier
nación del planeta, Italia,
Inglaterra, Rusia,
Turquía, las monárquicas,
con sus reyes,
sus emperadores, sus césares,
sus sultanes,
me hubieran garantizado
para mi pobre roca
tropical el Self Government, yo habría sido italiano, ruso, inglés,
turco, todo; porque no
era así ni turco,
ni inglés, ni ruso, ni
italiano; porque así
era to único que soy, lo
que satisface mis
ansias nativas y reflexivas;
porque así era
puertorriqueño!
Entre la República redentora
y la redentora
Monarquía, ¿cómo vacilar?
Yo habría optado
por la República. Sólo
que la República en
España no surgió, no surge.
Y yo no sacrificaba
Puerto Rico a mis preferencias,
a mis idealidades,
a mis teorías. En mi corazón,
en mi voluntad,
Puerto Rico pasa antes
que España, antes
que los Estados Unidos,
antes que Europa
y antes que América. Y
cuando Puerto Rico
necesitó o necesite salvarse,
yo fui a España,
yo iré a los Estados Unidos;
yo no me paro
en los consejos de mi amor
propio. Arriba
el interés de mi Isla y
abajo las bellezas
que aprendí en mis libros.
Las ilusiones
de que se nutrió mi alma;
abajo, si fuera
preciso, la popularidad,
trabajosamente lograda
en seis lustros de esfuerzos
y de sacrificios.
Ahora no hay peligro en ser republicano. Lo
soy. Me complace esta compatibilidad
entre
mis ensueños políticos
y mis deberes patrióticos;
pero si otra Monarquía
llegase a triunfar
a las puertas de Washington,
según Catilina
a las puertas de Roma;
si un Teodoro Roosevelt
crease el imperio americano,
según una Isabel
el imperio español; si
se reprodujeran las
circunstancias en que no
serví yo a la Monarquía,
sino que logré la Monarquía
al servicio de
mi Patria, yo aceptaría
de Teodoro Roosevelt,
como acepté de Cristina
a la unión, así tenga
que abrazar a mis rudos
adverde Hasburgo,
la salvación, la redención
de Puerto Rico.
Esto fui; esto soy y esto
seré hasta que
caiga en el silencio y
en el reposo de la
tumba. Esto entiendo que
han de ser los buenos
y perspicaces compatriotas
míos. Y por esto
abogo por la unión y quito
obstáculos sarios,
y perdonar a mis rudos
enemigos, y olvidar
que un día la piqueta rompió
mis talleres,
la demagogia amenazó mi
hogar y la reacción
me condujo al banquillo
de los reos. Eso
es nada; eso es menos que
nada, porque eso
es mi angustia, mi dolor;
porque eso, si
yo sintiese de modo distinto,
podría ser
mi venganza o mi orgullo.
Y lo otro...
Lo otro es mi Patria.
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