MENSAJE NAVIDEÑO DEL PAPA FRANCISCO:
"También hoy puede darse la misma indiferencia,
cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas
somos nosotros en vez de él; cuando las luces
del comercio arrinconan en la sombra la luz
de Dios; cuando nos afanamos por los regalos
y permanecemos insensibles ante quien está
marginado."
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"En una sociedad frecuentemente ebria de consumo
y de placeres, de abundancia y de lujo, de
apariencia y de narcisismo, Él nos llama
a tener un comportamiento sobrio, es decir,
sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender
y vivir lo que es importante... Ante una
cultura de la indiferencia, que con frecuencia
termina por ser despiadada, nuestro estilo
de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía,
de compasión, de misericordia, que extraemos
cada día del pozo de la oración". |
- FRANCISCO / CIUDAD DEL VATICANO, DIC 2016
(VIS)
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"Y para encontrarlo hay que ir allí, donde
él está: es necesario reclinarse, abajarse,
hacerse pequeño. El Niño que nace nos interpela:
nos llama a dejar los engaños de lo efímero
para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras
pretensiones insaciables, a abandonar las
insatisfacciones permanentes y la tristeza
ante cualquier cosa que siempre nos faltará.
Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar
de nuevo en la sencillez del Niño Dios la
paz, la alegría, el sentido de la vida."
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"«a aparecido la gracia de Dios, que trae la
salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).
Las palabras del apóstol Pablo manifiestan
el misterio de esta noche santa: ha aparecido
la gracia de Dios, su regalo gratuito; en
el Niño que se nos ha dado se hace concreto
el amor de Dios para con nosotros.
Es una noche de gloria,
esa gloria proclamada
por los ángeles en Belén
y también por nosotros
hoy en todo el mundo. Es
una noche de alegría,
porque desde hoy y para
siempre Dios, el
Eterno, el Infinito, es
Dios con nosotros:
no está lejos, no debemos
buscarlo en las
órbitas celestes o en una
idea mística; es
cercano, se ha hecho hombre
y no se cansará
jamás de nuestra humanidad,
que ha hecho
suya.
Es una noche de luz: esa luz que, según la profecía de Isaías
(cf. 9,1), iluminará a quien camina en tierras
de tiniebla, ha aparecido y ha envuelto a
los pastores de Belén (cf. Lc 2,9).
Este es el signo de siempre para encontrar
a Jesús. No sólo entonces, sino también hoy.
Si queremos celebrar la verdadera Navidad,
contemplemos este signo: la sencillez frágil
de un niño recién nacido, la dulzura al verlo
recostado, la ternura de los pañales que
lo cubren. Allí está Dios.
Con este signo, el Evangelio nos revela una
paradoja: habla del emperador, del gobernador, de
los grandes de aquel tiempo, pero Dios no
se hace presente allí; no aparece en la sala
noble de un palacio real, sino en la pobreza
de un establo; no en los fastos de la apariencia,
sino en la sencillez de la vida; no en el
poder, sino en una pequeñez que sorprende.
Y para encontrarlo hay que ir allí, donde
él está: es necesario reclinarse, abajarse,
hacerse pequeño. El Niño que nace nos interpela:
nos llama a dejar los engaños de lo efímero
para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras
pretensiones insaciables, a abandonar las
insatisfacciones permanentes y la tristeza
ante cualquier cosa que siempre nos faltará.
Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar
de nuevo en la sencillez del Niño Dios la
paz, la alegría, el sentido de la vid
Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre, pero dejémonos interpelar también por los
niños que, hoy, no están recostados en una
cuna ni acariciados por el afecto de una
madre ni de un padre, sino que yacen en los
escuálidos «pesebres donde se devora su dignidad»:
en el refugio subterráneo para escapar de
los bombardeos, sobre las aceras de una gran
ciudad, en el fondo de una barcaza repleta
de emigrantes.
Dejémonos interpelar por
los niños a los
que no se les deja nacer,
por los que lloran
porque nadie les sacia
su hambre, por los
que no tienen en sus manos
juguetes, sino
armas. ´`´`El misterio
de la Navidad, que
es luz y alegría, interpela
y golpea, porque
es al mismo tiempo un misterio
de esperanza
y de tristeza. Lleva consigo
un sabor de
tristeza, porque el amor
no ha sido acogido,
la vida es descartada.
Así sucedió a José
y a María, que encontraron
las puertas cerradas
y pusieron a Jesús en un
pesebre, «porque
no tenían [para ellos]
sitio en la posada»
(v. 7): Jesús nace rechazado
por algunos
y en la indiferencia de
la mayoría.
También hoy puede darse la misma indiferencia, cuando Navidad es una fiesta donde los
protagonistas somos nosotros en vez de él;
cuando las luces del comercio arrinconan
en la sombra la luz de Dios; cuando nos afanamos
por los regalos y permanecemos insensibles
ante quien está marginado.
Pero la Navidad tiene
sobre todo un sabor
de esperanza porque,
a pesar de nuestras
tinieblas, la luz
de Dios resplandece.
Su
luz suave no da miedo;
Dios, enamorado de
nosotros, nos atrae
con su ternura, naciendo
pobre y frágil en
medio de nosotros,
como
uno más. Nace en
Belén, que significa
«casa
del pan». Parece
que nos quiere decir
que
nace como pan para
nosotros; viene a
la vida
para darnos su vida;
viene a nuestro mundo
para traernos su
amor. No viene a
devorar
y a mandar, sino
a nutrir y servir. |
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De este modo hay una línea directa que une
el pesebre y la cruz, donde Jesús será pan partido: es la línea
directa del amor que se
da y nos salva, que
da luz a nuestra vida,
paz a nuestros corazones.
Lo entendieron, en esa
noche, los pastores,
que estaban entre los marginados
de entonces.
Pero ninguno está marginado
a los ojos de
Dios y fueron justamente
ellos los invitados
a la Navidad. Quien estaba
seguro de sí mismo,
autosuficiente se quedó
en casa entre sus
cosas; los pastores en
cambio «fueron corriendo
de prisa» (cf. Lc 2,16).
También nosotros dejémonos interpelar y convocar
en esta noche por Jesús, vayamos a él con
confianza, desde aquello en lo que nos sentimos
marginados, desde nuestros límites. Dejémonos
tocar por la ternura que salva. Acerquémonos
a Dios que se hace cercano, detengámonos
a mirar el belén, imaginemos el nacimiento
de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta
y el rechazo.
Entremos en la verdadera Navidad como los
pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras
marginaciones, nuestras
heridas no curadas.
Así, en Jesús, saborearemos
el verdadero
espíritu de Navidad: la
belleza de ser amados
por Dios. Con María y José
quedémonos ante
el pesebre, ante Jesús
que nace como pan
para mi vida. Contemplando
su amor humilde
e infinito, digámosle gracias:
gracias, porque
has hecho todo esto por
mí.
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