"DEUS CARISTAS EST" : DIOS ES AMOR,
SÍNTESIS DE LA PRIMERA
ENCÍCLICA DE BENEDICTO
XVI
Fechada el 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor.
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Benedicto XVI firma
su primera encíclica.
Le acompaña el cardenal
Leonardo Sandri,
Secretario de Estado
asistente de la Ciudad
del Vaticano, en
Roma.
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a encíclica está articulada en dos grandes partes. La
primera, titulada: "La
unidad del amor
en la creación y en la
historia de la salvación",
presenta una reflexión
teológico- filosófica
sobre el "amor" en sus
diversas
dimensiones -"eros", "philia",
"ágape"- precisando algunos
datos
esenciales del amor de
Dios por el ser humano
y del ligamen intrínseco
que ese amor tiene
con el amor humano. La
segunda, titulada:
"Caritas, el ejercicio
del amor por
parte de la Iglesia como
"comunidad
de amor", trata del ejercicio
concreto
del mandamiento del amor
hacia el prójimo.
PRIMERA PARTE
El término "amor", una de las palabras más usadas y de las
que más se abusa en el
mundo de hoy, posee
un vasto campo semántico.
En esta multiplicidad
de significados, surge,
sin embargo, como
arquetipo del amor por
excelencia aquel entre
hombre y mujer, que en
la antigua Grecia
era definido con el nombre
de "eros".
En la Biblia y sobre todo
en el Nuevo Testamento,
se profundiza en el concepto
de "amor",
un desarrollo que se expresa
en el arrinconamiento
de la palabra "eros" en
favor del
término "ágape", para expresar
un amor oblativo.
Esta nueva visión del amor, una novedad esencial
del cristianismo,
ha sido juzgada no pocas
veces, de forma absolutamente
negativa, como
un rechazo del "eros"
y de la corporeidad.
Si bien haya habido
tendencias de ese tipo,
el sentido de esta
profundización es otro.
El "eros", puesto
en la naturaleza
del ser humano por
su mismo Creador, tiene
necesidad de disciplina,
de purificación
y de madurez para
no perder su dignidad original
y no degradarse a
puro "sexo",
convirtiéndose en
mercancía. |
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Juan Pablo II
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Aprobación vaticana |
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Estrenada
en el Vaticano |
La fe cristiana ha considerado siempre al hombre como un
ser en el que espíritu
y materia se compenetran
uno con otra, alcanzando
así una nobleza
nueva. Se puede decir que
el reto del "eros"
ha sido superado cuando
en el ser humano
el cuerpo y el alma se
encuentran en perfecta
armonía. Entonces sí que
el amor es "éxtasis",
pero éxtasis no en el sentido
de un momento
de embriaguez pasajera,
sino como éxodo permanente
del yo encerrado en sí
mismo hacia su liberación
en el don de sí, y de esa
forma hacia el
reencuentro consigo mismo,
mas aún, hacia
el descubrimiento de Dios:
de este modo el
"eros" puede elevar al
ser humano
en "éxtasis" hacia lo Divino.
En definitiva, "eros"
y "ágape"
exigen no estar nunca separados
completamente
uno de otra, al contrario,
cuanto más -si
bien en dimensiones diversas-,
encuentran
su justo equilibrio, más
se cumple la verdadera
naturaleza del amor. Si
bien el "eros"
inicialmente es sobre todo
deseo, a medida
que se acerque a la otra
persona se interrogará
siempre menos sobre sí
mismo, buscará cada
vez más la felicidad del
otro, se entregará
y deseará "ser"
para el otro: así
se adentra en él y se afirma
el momento del
"ágape".
En Jesucristo, que es el amor de Dios encarnado, el "eros"-"ágape"
alcanza su forma
más radical. Al morir en
la cruz, Jesús, entregándose
para elevar
y salvar al ser humano,
expresa el amor en
su forma más sublime.
Jesús aseguró a este
acto de ofrenda su
presencia duradera a través
de la institución
de la Eucaristía, en la
que, bajo las especies
del pan y del vino
se nos entrega como
un nuevo maná que nos
une a Él. Participando
en la Eucaristía,
nosotros también
nos implicamos en la dinámica
de su entrega. Nos
unimos a Él y al mismo
tiempo nos unimos
a todos los demás a los
que Él se entrega;
todos nos convertimos
así en "un sólo
cuerpo". |
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Libros por el
cardenal Ratzinger
(Papa Benedicto XVI)
|
De ese modo, el amor a
Dios y el amor a nuestro
prójimo se funden realmente.
El doble mandamiento,
gracias a este encuentro
con el "ágape"
de Dios, ya no es solamente
una exigencia:
el amor se puede "mandar"
porque
antes se ha entregado.
SEGUNDA PARTE
l amor por el prójimo, enraizado en el amor de Dios, además de
ser una obligación para
cada fiel, lo es
también para toda la comunidad
eclesial,
que en su actividad caritativa
debe reflejar
el amor trinitario. La
conciencia de esa
obligación ha tenido un
relieve constitutivo
en la Iglesia ya desde
sus inicios y muy
pronto se evidenció también
la necesidad
de una determinada organización
como presupuesto
para cumplirla con más
eficacia.
Así, en la estructura fundamental
de la Iglesia
surgió la "diaconía"
como un servicio
del amor hacia el prójimo,
llevado a cabo
comunitariamente y de forma
ordenada -un
servicio concreto pero,
a la vez, espiritual-.
Con la difusión progresiva
de la Iglesia,
este ejercicio de caridad
se confirmó como
uno de sus ámbitos esenciales.
La naturaleza
íntima de la Iglesia se
expresa, de esa forma,
en una triple tarea: anuncio
de la Palabra
de Dios (kerygma-martyria),
celebración de
los sacramentos (leiturgia),
servicio de
la caridad (diakonia).
Son tareas en las
que una presupone las otras
y no pueden separarse
entre sí".
A partir del siglo XIX, contra la actividad caritativa de la Iglesia
se planteó una objeción
fundamental: la de
que estaría en contraposición
-se dijo- con
la justicia y acabaría
por actuar como sistema
de conservación del
status quo. Al llevar
a cabo obras de caridad
individuales, la
Iglesia favorecería
el mantenimiento del
injusto sistema vigente,
haciéndolo de alguna
forma soportable
y frenando de esa manera
la rebelión y el
potencial cambio hacia un
mundo mejor.
En este sentido,
el marxismo había indicado
en la revolución
mundial y en su preparación
la panacea para la
problemática social -un
sueño que con el
tiempo se ha desvanecido-.
El magisterio pontificio,
empezando por la
encíclica "Rerum
novarum" de León
XIII (1891) hasta
la trilogía de las encíclicas
sociales de Juan
Pablo II: |
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In the Beginning...
A Catholic Understanding
of the Story of Creation
and the Fall
Cardenal Ratzinger
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"Laborem exercens" (1981), "Sollicitudo
rei socialis" (1987),
"Centesimus
annus" (1991), ha
afrontado con insistencia
creciente la cuestión social
y, confrontándose
con situaciones problemáticas
siempre nuevas,
ha desarrollado una doctrina
social muy articulada,
que propone orientaciones
válidas que van
mucho más allá de los confines
de la Iglesia.
Sin embargo, la creación de un orden justo de la sociedad
y del Estado es un deber
principal de la
política, y por tanto,
no puede ser una tarea
inmediata de la Iglesia.
La doctrina social
católica no quiere conferir
a la Iglesia
un poder sobre el Estado,
sino simplemente
purificar e iluminar la
razón, ofreciendo
la propia contribución
a la formación de
las conciencias, para que
las verdaderas
exigencias de la justicia
sean percibidas,
reconocidas y realizadas.
Sin embargo, no
existe ninguna normativa
estatal que, por
justa que sea, pueda hacer
superfluo el servicio
del amor. El Estado que
quiere proveer a
todo se convierte en definitiva
en una instancia
burocrática que no puede
asegurar lo más
esencial que el ser humano
afligido -cualquier
ser humano- necesita: una
entrañable atención
personal. Quien quiere
desentenderse del
amor, se dispone a desentenderse
del hombre
en cuanto hombre.
En nuestro tiempo, un positivo
efecto colateral
de la globalización se
manifiesta en el hecho
de que la solicitud por
el prójimo, superando
los confines de las comunidades
nacionales,
tiende a prolongar sus
horizontes al mundo
entero. Las estructuras
del Estado y las
asociaciones humanitarias
desarrollan de
distintos modos la solidaridad
expresada
por la sociedad civil:
de esta manera, se
han formado múltiples organizaciones
con
objetivos caritativos y
filantrópicos. Además,
en la Iglesia católica
y en otras comunidades
eclesiales han surgido
nuevas formas de actividad
caritativa. Es deseable
que se establezca
entre todas estas instancias
una colaboración
fructífera. Naturalmente,
es importante que
la actividad caritativa
de la Iglesia no
pierda la propia identidad,
disolviéndose
en la organización común
asistencial, convirtiéndose
en una simple variante,
sino que mantenga
todo el esplendor de la
existencia de la
caridad cristiana y eclesial.
Por tanto:
La actividad caritativa cristiana, además de fundarse en la competencia profesional,
lo debe hacer sobre la
experiencia de un
encuentro personal con
Cristo, cuyo amor
ha tocado el corazón del
creyente, suscitando
en él el amor por el prójimo.
La actividad caritativa
cristiana debe ser
independiente de los partidos
e ideologías.
El programa del cristiano
-el programa del
Buen Samaritano, el programa
de Jesús- es
"un corazón que ve".
Este corazón
ve donde hay necesidad
de amor y actúa en
modo consecuente:
Además, la actividad caritativa cristiana no debe
ser un medio en función
de lo que hoy se
califica como proselitismo.
El amor es gratuito;
no se ejercita para alcanzar
otros fines.
Pero esto no significa
que la acción caritativa
deba, por decir así, dejar
de lado a Dios
y a Cristo. El cristiano
sabe cuándo debe
hablar de Dios y cuándo
es justo no hacerlo
y dejar hablar solamente
al amor. El himno
a la caridad de San Pablo
(1 Cor 13) debe
ser la Carta Magna de todo
el servicio eclesial,
para protegerlo del riesgo
de caer en el
puro activismo.
En este contexto, frente
al peligro del secularismo
que puede condicionar a
muchos cristianos
comprometidos en la labor
caritativa, es
necesario reafirmar la
importancia de la
oración. El contacto vivo
con Cristo evita
que la experiencia de las
enormes necesidades
y de los propios límites
arrastren a una
ideología que pretende
hacer ahora aquello
que, aparentemente, Dios
no consigue hacer,
o caer en la tentación
de ceder a la inercia
y a la resignación. Quien
reza no desaprovecha
el tiempo, a pesar de que
las circunstancias
le empujen únicamente a
la acción, ni pretende
cambiar o corregir los
planes de Dios, sino
que busca -siguiendo el
ejemplo de María
y de los santos- obtener
de Dios la luz y
la fuerza del amor que
vence toda oscuridad
y egoísmo presentes en
el mundo.
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