Los divorciados y vueltos a casar:
participación en la vida
de la Iglesia
Su Eminencia Jorge Cardenal Medina Estévez
Prefecto de la Congregación
para el Culto
Divino y la Disciplina
de los Sacramentos
Ministerio para divorciados
Oficina de Ministerios
para la familia; arquidiócesis
de Chicago
Anulando un matrimonio: preguntas y respuestas
Arquidiócesis de Chicago
Los divorciados y vueltos a casar: participación
en la vida de la Iglesia
por S.E. Mons. Alfonso
Cardenal López Trujillo
Aspectos teológicos a considerar en la pastoral
de los divorciados vueltos
a casar
por Rev. Prof. Antonio
Miralles
La pastoral de las personas divorciadas vueltas
a casar
por S.E. Mons. Emile Marcus
Divorciados vueltos a casar - Las parejas
en situaciones difíciles
o irregulares y
su participación en la
vida y en la liturgia
de la Iglesia
por S.E. Cardenal Jorge Medina Estévez
Divorciados vueltos a casar - Principios
doctrinales del magisterio
por Mons. Tarcisio Bertone, Sec. de la Congregación
para la Doctrina de la
Fe
|
Seamos "sinceros en el amor", «actuemos
con verdad en la
caridad», como dice el Apóstol
(Ef. 4,15), porque
no hay verdad sin caridad,
ni caridad a expensas
de la verdad. Difícil,
pero no imposible.
Y que a nadie se le pida
actuar en contradicción
con la fe.
|
V. YENDO A LO CONCRETO.
...a Exhortación Apostólica Familiaris Consortio
indica, en el n.84, una
gama de acciones,
las cuales pueden considerarse
tanto en la
perspectiva de la pastoral
«hacia», como en la de la "participación"
de estas personas en la
vida de la Iglesia.
El texto pontificio parte
de la base que
estas personas no deben
considerarse "separadas
de la Iglesia" y eso
significa que no
están excomulgadas canónicamente
y que no
han roto necesariamente
los vínculos de la
fe y del reconocimiento
de la legítima autoridad
de la Iglesia. Por su situación
objetiva
de pecado grave, es claro
que no pueden ser
admitidas a los sacramentos
mientras no haya
arrepentimiento y el consiguiente
cambio
de vida, como lo precisa
el mismo número
de la Exhortación Familiaris
Consortio.
El problema de la «participación»
de estas
personas en la vida apostólica,
pastoral
y cultural de la Iglesia
exige la consideración
de varios elementos.
Desde luego, la comunión de fe. Si esta no
existe, cabe la cooperación
en actividades
caritativas o promocionales,
pero resultaría
incoherente una participación
en lo que constituye
el núcleo mismo de la identidad
eclesial.
Y siempre suponiendo al
menos una actitud
de respeto a la doctrina
católica y no de
contestación o rebeldía.
En seguida, la comunión
que se expresa en
el reconocimiento de las
legítimas autoridades
de la Iglesia, sea a nivel
universal, sea
al de la Iglesia particular.
Existen campos en que la acción apostólica
es una exigencia indispensable
de la fe,
como es el de la formación
de los propios
hijos en la fe para introducirlos
en la vida
sacramental, aún cuando
los mismos padres
no puedan participar en
ella. Es esta una
acción que no constituye
sólo un «derecho», sino que es un deber cuyo origen está en
el bautismo y en la confirmación.
Un deber cuyo cumplimiento
es grato a Dios
y que adquiere un matiz
muy especial a causa
de la dolorosa situación
en que se ejercita.
Nada impide que un cristiano, aún en situación
«irregular" y en estado
objetivo de
pecado, dé testimonio de
la fe cuando ella
pide ser confesada abiertamente
por los hijos
de la Iglesia. Este testimonio
es una exigencia
de la condición bautismal
y no puede ser
descalificado por provenir
de personas que,
en un sector de su vida,
no tienen una actitud
coherente con su fe.
Esa incoherencia puede
hacer que el valor
del testimonio sea menos
apreciado, pero,
por otra parte, si es hecho
con profunda
fe y humildad, sin afán
de autojustificación,
puede resultar paradojalmente
persuasivo.
La participación en acciones que comprometen
en forma más o menos oficial
a la Iglesia
encuentra una dificultad
especial porque
podría interpretarse como
un «reconocimiento"
de la legitimidad de la
situación de dichas
personas, o como si esa
situación fuera «aceptable"
y no objetivamente pecaminosa.
Un cristiano
que se encuentra en la
situación descrita
debe tener la delicadeza
de conciencia de
evitar que su participación
en determinadas
acciones eclesiales pueda
ser considerada
como una «legitimación"
de su situación
irregular. Cuando la actitud
adquiere los
contornos de una verdadera
presión para que
su situación sea de facto
equiparada a la
del matrimonio legítimo
y sacramental, se
está ante una conducta
que contradice a la
verdad y que, aún en el
caso de no darse
cuenta cabal de sus alcances
y consecuencias,
siembra confusión y daña
la comunión cuyo
fundamento no puede ser
sino la verdad.
Desde un punto de vista
psicológico y de
la imagen, ver personas
que conviven en un
estado que es objetivamente
pecaminoso, y
que participan juntos en
acciones eclesiales,
es algo que resultará para
no pocos, y con
razón, desconcertante e
incluso incoherente.
Por eso es inapropiado
que estas personas
ejerciten cargos o desempeñen
ministerios
eclesiales. No es que se
ponga en tela de
juicio sus buenas intenciones
o que se las
juzgue como personas «indeseables»,
pero
es imprescindible que la
comunidad católica
no reciba "señales"
ambiguas y
se dé pié para pensar que
la situación de
legítimo matrimonio sacramental
es un «ideal»
que no resta «legitimidad»
a otras uniones
que objetivamente no son
ni legítimas ni
regulares.
Es indudable que existe hacia esas personas
un deber de delicada caridad
pastoral, pero
ese deber no puede cumplirse
a expensas de
la verdad. Por lo demás
los cargos y ministerios
eclesiales no constituyen
un «derecho» de
los fieles, sino que son
confiados, en virtud
de la libre decisión de
los pastores y habida
consideración de la necesidad
y del bien
común de la Iglesia. Sería
un manifiesto
abuso en el ejercicio del
oficio pastoral
si una autoridad eclesiástica
introdujera
o permitiera que se introdujeran
"signos"
ambiguos con respecto a
la verdad de la doctrina
católica. Una solución
no puede ser auténticamente
pastoral si no se ajusta
a la verdad. Y la
verdad de las exigencias
morales no se mide
sólo en función de una
"orientación
general" o de una
"opción fundamental»,
sino en relación con los
actos concretos
y las opciones singulares
de la vida.
Hay que explicitar aquí
algo que ya está
implícito en lo que va
dicho. Es evidente
que cuando dos personas
se unen «irregularmente»,
lo que equivale a decir
en forma que objetivamente
constituye un pecado, es
contradictorio e
incoherente realizar, en
relación con esa
unión, un acto litúrgico
o religioso, cualquiera
que sea. Sería una injuria
a Dios invocar
su nombre o su bendición
para dar una apariencia
de legitimidad a lo que
objetivamente contradice
gravemente su ley y su
designio de salvación.
Una semejante bendición
no sólo sería ilegítima
por contrariar una explícita
disposición
de la Iglesia (ver Familiatis
Consortio n.
84 ), sino también inválida,
por carecer
de objeto moralmente honesto.
Lo que vale
de las bendiciones vale
también de otros
actos litúrgicos o religiosos
los que a veces
se solicitan u obtienen
con engaño. Ni los
sacerdotes ni los diáconos
pueden hacerse
cómplices de este tipo
de actos los que no
sólo constituirían un ejercicio
abusivo del
ministerio, sino que sembrarían
confusión
entre los fieles y crearían
falsa conciencia
en quienes contraen uniones
irregulares,
haciéndolas aparecer como
en cierto modo
legítimas o al menos aceptables.
Esto no
puede resultar sorprendente
porque no es
sino la consecuencia de
la «verdad"
de la situación. Contradecir
esa verdad sería
falsear la libertad.
En la misma línea de pensamiento se sitúa
la imposibilidad de estas
personas a recibir
los sacramentos que presuponen
como disposición
el estado de gracia. En
el caso de la penitencia
la imposibilidad deriva
de la falta de conversión,
o sea de la disposición
de rechazo del pecado
cometido y - sobre todo
en estos casos -
del propósito de enmienda.
La confesión no
es sólo la manifestación
sincera de los pecados,
sino la expresión del arrepentimiento
y del
propósito de no reincidir
en el futuro. No
pocas personas en estas
situaciones se acercan
al sacerdote en el confesionario
o fuera
de él: de parte de ellas
no se puede desconocer
un deseo, al menos «incoativo"
de reconciliación
con la Iglesia. Pero si
no hay verdadero
arrepentimiento y propósito,
el sacerdote
no puede sino, con gran
dolor, negar la absolución.
Esa negativa no es un acto
arbitrario, sino
la consecuencia objetiva
de una situación
de pecado que no ha cambiado.
El sacerdote
confesor no es «dueño» del sacramento, sino sólo su «administrador»,
y quien administra no puede
exceder las facultades
que ha recibido del dueño
y señor. Una absolución
concedida sin que haya
verdadera contrición
y propósito es no sólo
ilícita sino radicalmente
inválida. Darla es no sólo
un abuso, sino
un engaño. Ni podría darse
con vistas a «una
sola comunión eucarística
por especiales
circunstancias», porque
el estado de pecado
grave mientras perdure
es incompatible con
la recepción del Cuerpo
del Señor en la Santísima
Eucaristía.
A la luz de estos principios resulta también
clara la imposibilidad
de estas personas
a recibir el sacramento
del Cuerpo y la Sangre
de Cristo. No se trata
de una «pena» establecida
por una disposición eclesiástica
positiva,
sino de la consecuencia
de un estado de vida
que es disconforme con
la ley de Dios. En
efecto, si existe una adhesión
al pecado
no es posible realizar
simultáneamente la
comunión eucarística que
implica amor a Dios
por sobre todo lo creado
y ofrenda de la
vida como sacrificio de
alabanza para la
gloria de la Santísima
Trinidad.
Hay personas que de buena
fe imploran al
sacerdote el «permiso» para recibir la S.Comunión siquiera
una vez, no obstante su
situación de pecado.
Muchas de esas personas
proceden así porque
estiman que la Comunión
eucarística les está
prohibida por una ley de
la Iglesia, pero
no por la voluntad de Dios.
Y es que no tienen
clara conciencia plena
de que su convivencia
irregular y adulterina
esté efectivamente
reñida con la voluntad
de Dios. La misma
palabra «irregular», dado su uso en ciertas lenguas, es interpretada
por estas personas como
«algo que está fuera
del orden normal», pero
entendiendo ese «orden»
como referido más bien
al nivel jurídico
que al moral. No se percibe
a veces suficientemente
que el pecado grave constituye
una opción
que se asemeja a la idolatría,
porque una
realidad creada se sitúa
en el lugar que
sólo le corresponde a Dios.
Un pecado grave
es lo contrario de la adoración
y por lo
mismo es rehusar la propia
condición de creatura.
Por eso la recepción dei
sacramento eucarístico
en estado de pecado es
una gran mentira:
se pone un signo de adoración
y de amor y
con los hechos se manifiesta
lo contrario.
En este caso el pecado
tiene la calidad de
sacrilegio.
Las mismas razones llevan a la conclusión
de que estas personas no
pueden recibir con
fruto otros sacramentos,
como son la confirmación
y la unción de los enfermos,
precisamente
porque el primero debe
recibirse en gracia
y el segundo requiere arrepentimiento
de
los pecados.
La naturaleza misma de
ciertos actos ministeriales
hace incoherente que ellos
sean confiados
a personas que viven en
situaciones "irregulares",
es decir frecuentemente
en adulterio. Ejemplo
de tales actos son el ejercicio
habitual
o "ad actum» del oficio
de lector en
las celebraciones litúrgicas,
el de ministro
de la distribución de la
Ss.ma Eucaristía,
el de acólito, el de padrino
del bautismo
o de la confirmación, el
de ministro extraordinario
(no en caso de necesidad)
del bautismo, el
de testigo, cualificado
o no, del matrimonio,
el de presidente de las
exequias, así como
otros de naturaleza más
bien canónica, como
el de notario eclesiástico,
canciller de
la curia diocesana, ecónomo
administrador,
miembro del consejo de
administración de
bienes, de los consejos
pastorales diocesanos
y parroquiales, y el ejercicio
de cargos
directivos de movimientos
apostólicos. Es
inconveniente que estas
personas participen,
unidas, en actividades
apostólicas, puesto
que ello contribuiría a
dar la impresión
de "legitimación"
de su situación.
Por la misma razón no conviene
que se presenten
como "pareja"
en los templos en
que se celebra la Eucaristía
y donde su situación
es conocida.
Ninguna de estas restricciones puede ser considerada
como injuria o como falta
de caridad. como
rechazo arbitrario o como
denegación de derechos.
Son, por el contrario,
consecuencias de una
situación pública de pecado
que la Iglesia
no puede disimular sin
ser infiel a su misión
de servidora de la verdad.
Pasar por encima
de estas «negativas» sería
una caridad mal
entendida y un golpe a
la conciencia de la
comunidad cristiana. Esta
posición, que puede
parecer severa, no es distinta
de la que
recomendaba San Pablo a
los fieles de Corinto:
si se pueden tolerar las
situaciones pecaminosas
de los que no tienen fe,
no se las puede
pasar por lo alto cuando
se trata de cristianos
(ver 1Cor. 5,9-13).
VI. Conclusión.
Nadie puede negar que sean estas situaciones
extremadamente dolorosas.
Lo son para las
personas directamente implicadas
en un estado
«irregular» y objetivamente pecaminoso. Lo son también
para los pastores de la
Iglesia que no pueden
menos de sufrir hondamente
por la situación
ajena a las vías de la
salvación que constituye
el estado de vida de estas
personas.
El sufrimiento no nace
de tener que negar
ciertas participaciones,
sino de comprobar
un estado de vida contrario
a la ley de Dios.
Hacerlo comprender no es
tarea fácil y tiene
que realizarse con gran
delicadeza, sufriendo
en el corazón al ver la
situación de estos
hermanos, demostrándoles
afecto, bondad y
comprensión pero sin disimular
la verdad.
Es preciso hacerles ver que no están «fuera
de la Iglesia», aunque
su situación no les
permita el acceso a los
sacramentos. El mismo
hecho de desearlos es ya
un signo de comunión,
aunque insuficiente, y
de la conciencia de
que constituyen el instrumento
de que se
sirve el Señor para comunicar
su gracia salvadora.
Desde el punto de vista
psicológico estas
personas sienten necesidad
de que la Iglesia
las trate como Madre que
no las rechaza,
aunque no pueda darles
los medios de salvación
que su misma condición
les impide recibir
y que, no puede concederles
una participación
en la vida eclesial que
además de ser incoherente
con su situación, tendría
la gravísima consecuencia
de crear confusión acerca
de un dato de fe,
como lo es el vínculo matrimonial
su indisolubilidad
y sus exigencias (ver Mt.
5,3 ls; 19, 3-9;
Mc. 10, 1 ls; Lc 16,18;
1Cor. 7, l0s). Aunque
sea difícil hacerlo entender,
la Iglesia
no puede renunciar a su
doctrina constante
que enseña que entre cristianos
no hay vínculo
matrimonial legítimo que
no sea el sacramento
del matrimonio (ver CIC.
can.1055,2_). Hay
muy variadas circunstancias
que el pastor
de almas debe analizar
y evaluar, pero una
auténtica actitud pastoral
no puede hacer
abstracción de la verdad
ni aceptar comportamientos
que pudieran inducir a
error o a confusión
a la comunidad cristiana
(ver 1 Cor. 5, 1
ss.).
Los Obispos y presbíteros,
y sus colaboradores,
los diáconos, deben tener
especial cuidado
de mantener una actitud
pastoral unánime,
evitando cuidadosamente
que los fieles se
desorienten a ver que en
unos lugares se
aplican unos principios
mientras en otros
se hacen concesiones que
en el fondo constituyen
una negación de los principios
de la moral,
tal como la entiende y
enseña la Iglesia.
Los pastores deben estar
preparados para
resistir el fuerte impacto
emocional que
provoca la situación a
veces trágica de las
personas que convivir maritalmente
unidas
en forma irregular y deben
tener clara conciencia
de que ceder en esta materia
constituye un
grave perjuicio a la comprensión
por parte
del pueblo de Dios de la
naturaleza del matrimonio
cristiano: no sólo se afecta
la fidelidad
a la doctrina cuando se
niegan en forma explícita
las enseñanzas de la Iglesia,
sino también
cuando se adoptan actitudes
que implican
legitimar de facto lo que
es contrario a
la doctrina católica.
Seamos "sinceros en el amor", «actuemos
con verdad en la caridad», como dice el Apóstol (Ef. 4,15), porque
no hay verdad sin caridad,
ni caridad a expensas
de la verdad. Difícil,
pero no imposible.
Y que a nadie se le pida
actuar en contradicción
con la fe.
Fuente: Revista Familia
et Vita (ed. española)
Año II, n. 2, 1997.
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