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NO ME MUEVE,
MI DIOS,
PARA QUERERTE
Anónimo
Escrita en España
en la segunda mitad
del
siglo XVI y publicada
por primera vez en
1628.
"Nunca el amor a Cristo crucificado
había alcanzado tal grado de pureza e intensidad
en la sensibilidad de la expresión poética". |
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O ME MUEVE, MI DIOS, PARA QUERERTE
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
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Nunca el amor a Cristo crucificado había
alcanzado tal grado de pureza e intensidad
en la sensibilidad de la expresión poética.
En fechas en que la superficialidad cifraba
en el temor al destino dudoso del hombre
en el más allá, la moción de la piedad popular,
este poeta acierta a olvidar premios y castigos
para suscitar un amor que, por verdadero,
no necesita del acicate del correctivo interesado,
sino que nace limpio y hondo de la dolorosa
contemplación del martirio con que Cristo
rescata al hombre. Esa es la única razón
eficaz que puede mover a apartarse de la
ingratitud del ultraje a quien llega a amarte
de manera tan extrema.
Concluido el desarrollo del tema en el espacio
de los dos cuartetos, trazada la preceptiva
línea de simetría armoniosa que distingue
y define la bondad del soneto clásico, vuelven
a retomar el desarrollo temático las dos
estrofas restantes, mediante cambios sintácticos
que encadenan sucesivas concesiones ponderativas,
tendentes a reforzar de manera excluyente
y convencida el propósito de amar a Cristo
por encima de cualquiera otra consideración
espúrea y cicatera.
El estilo es directo, enérgico,
casi penitencial
por lo desnudo de figuras
y recursos ornamentales.
No es la belleza imaginativa
del lenguaje
lo que define a este soneto,
sino la fuerza
con que se renuncia a todo
lo que no sea
amar a cuerpo descubierto
a quien, por amor,
dejó destrozar el suyo.
El lenguaje, renunciando
a los afeites del lenguaje
figurado, se atiene
y acopla, en admirable
conjunción, desde
la forma recia y musculosa,
a la mística
desnudez del contenido.
(Fray Ángel Martín, O.F.M.)
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