Una sonrisa tras la tapia
Por José Luis Martín Descalzo, presbítero
Carta a Dios
Curas felices
Te quiero tal y como eres
El novicio sediento
Una sonrisa tras la tapia
Catequesis del Papa a niños de Primera Comunión
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quella tarde a Gabriela -uno de los pequeños
personajes de una novela
de Gerard Bessiere-
le preguntó su amigo Jacinto:
-- ¿Qué has hecho hoy en la escuela?
-- He hecho un milagro -respondió la niña.
-- ¿Un milagro? ¿Cómo?
-- Fue en el catecismo.
-- ¿Y cómo hiciste el milagro?
-- Tenemos como profesora a una señorita
que está muy enferma. No puede hacer nada
ella sola, sólo hablar y reir.
-- ¿Y qué pasó?
-- La señorita hablaba de los milagros de
Jesús. Y los niños dijeron: No es verdad
que haya milagros. Porque si los hubiera,
Dios te hubiera curado a ti.
-- Y ella, ¿qué dijo?
-- Dijo: Sí, Dios hace también milagros para
mí. Y los niños dijeron: ¿Qué milagro ha
hecho?
-- ¿Y entonces?
-- Entonces ella dijo: Mi milagro son ustedes.
¿Por qué?, le preguntamos. Y ella dijo: Porque
me llevan los miércoles a pasear, empujando
mi carrito de ruedas. ¿Lo ves? Hacemos milagros
todos los miércoles por la tarde. La señorita
dijo también que habría muchos más milagros
si la gente quisiera hacerlos.
-- ¿Te gusta a ti hacer milagros?
-- Sí. Tengo ganas de hacer un montón. Primero
pequeños. Cuando sea mayor voy a hacer milagros
grandes.
-- ¿Todos los miércoles?
-- Quiero hacerlos todos los días, toda la
vida.
-- ¿No te parece que la vida es también un
milagro?
-- No -dijo Graciela---. La vida es para
hacer milagros.
Gabriela tiene razón, la vida es para hacer
milagros, los miércoles, y los jueves, y
los domingos. La vida no es para sentarse
esperando que Dios haga milagros espectaculares,
no es para limitarse a confiar en que él
resuelva nuestros problemas, sino para empezar
a hacer ese milagro pequeñito que él puso
ya en nuestras manos, el milagro de queremos
y ayudamos. ¿Es que será más milagroso devolverle
la vista a un ciego que la felicidad a un
amargado? ¿Más prodigioso multiplicar los
panes que repartirlos bien? ¿Más asombroso
cambiar el agua en vino que el egoísmo en
fraternidad? Si los hombres dedicásemos a
construir milagros pequeñitos la mitad del
tiempo que invertimos en soñarlos espectaculares,
seguramente el mundo marcharía ya mucho mejor.
Y el milagro de amar pueden hacerlo todos,
niños y grandes, pobres y ricos, sanos y
enfermos. Fijaos bien, a un hombre pueden
privarle de todo menos de una cosa: de su
capacidad de amar. Un hombre puede sufrir
un accidente y no poder volver ya nunca a
andar. Pero no hay accidente alguno que nos
impida amar. Un enfermo mantiene entera su
capacidad de amar: puede amar el paralítico,
el moribundo, el condenado a muerte. Amar
es una capacidad inseparable del alma humana,
algo que conservará siempre incluso el más
miserable de los hombres. Pueden hacerlo
todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos
y enfermos.
Sólo en el infierno no se podrá amar. Porque
el infierno es literalmente eso: no amar,
no tener nada que compartir, no tener la
posibilidad de sentarse junto a nadie para
decirle ¡ánimo!
Pero mientras vivimos no hay cadena que maniate
al corazón, salvo claro está la del propio
egoísmo, que es como un anticipo del infierno.
«Los verdaderos criminales -decía Follerau-
son los que se pasan la vida diciendo yo
y siempre yo.»
En cambio, allí donde se ama se ha empezado
a construir ya el cielo a golpe de milagros.
En definitiva, los milagros, para Jesús,
eran ante todo «los signos del reino», ¿y
qué mejor signo de un reino de amor total
que empezar queriéndose aquí con amores pequeñitos
como el de Gabriela y sus compañeras de escuela?
*Lea también del autor José Luis Martín Descalzo,
los artículos:
Una sonrisa tras la tapia, Te quiero tal y como eres y Carta a Dios.
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