AÚL FOLLERAU solía contar una historia emocionante: visitando una
leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió
que, entre tantos rostros muertos y apagados,
hubiera alguien que había conservado unos
ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír
y que se iluminaba con un «gracias» cuando
le ofrecían algo.
Entre tantos «cadáveres»
ambulantes, sólo
aquel hombre se conservaba
humano. Cuando
preguntó qué era lo que
mantenía a este pobre
leproso tan unido a la
vida, alguien le dijo
que observara su conducta
por las mañanas.
Yvio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba
la leprosería y se sentaba enfrente del alto
muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba.
Esperaba hasta que, a media mañana, tras
el muro, aparecía durante unos cuantos segundos
otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita,
que sonreía. Entonces el hombre comulgaba
con esa sonrisay sonreía él también. Luego
el rostro de mujer desaparecía y el hombre,
iluminado, tenía ya alimento para seguir
soportando una nueva jornada y para esperar
a que mañana regresara el rostro sonriente.
Era -le explicaría después el leproso- su
mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo
y le trasladaron a la leprosería, la mujer
le siguió hasta el poblado más cercano.
¡Junto a la Santa Biblia, éste también en un libro indispensable
en todo hogar católico!
Y acudía cada mañana para continuar expresándole
su amor. «Al verla cada
día -comentaba el
leproso- sé que todavía
vivo.»
No exageraba: vivir es saberse queridos,
sentirse queridos. Por
eso tienen razón los
psicólogos cuando dicen
que los suicidas
se matan cuando han llegado
al convencimiento
pleno de que ya nadie les
querrá nunca. Porque
ningún problema es verdadero
y totalmente
grave mientras se tenga
a alguien a nuestro
lado.
Por eso yo no me cansaré nunca de predicar que la soledad es mayor de las
miserias y que lo que los demás necesitan
verdaderamente de nosotros no es siquiera
nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un
enfermo es la compañía sonriente la mejor
de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda
como un rato de conversación sin prisas y
un poco de comprensión de sus rarezas. El
ingente necesita más nuestro cariño que nuestra
limosna. Para el lado es tan necesario sentirse
persona trabajando como el sueldo que por
el trabajo le pagarán.
Y, asombrosamente, la sonrisa -que es la
más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos.
Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre
que dárselos con amor. Y es más sencillo
comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle
media hora de amistad.
Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero verdaderísimas,
San Vicente de Paúl:
«Recuerda que te será necesario mucho amor
para que los pobres te perdonen el pan que
les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.»
Y no nos damos cuenta de que ellos perciben
perfectamente cuándo damos sin amor, para
quitárnoslos de encima y dejar tranquila
nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos
odiando nuestra limosna, odiándonos. Les
empobrecemos más al ayudarles, porque les
demostramos hasta qué punto no existen para
nosotros.