Rasgos de espiritualidad del obispo Arizmendi
La caridad nunca muere
Por fray Mario Rodríguez León, O.P.
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l acercarnos al misterio de la vida espiritual de Juan Alejo de Arizmendi e
intentar comprender algunos rasgos de las
bellas cualidades humanas y virtudes cristianas
que adornaron su rica personalidad, basta
con reflexionar con detenimiento en una frase
que fue de gran estímulo en su vida: CARITAS
NUNQUAM EXCIDIT (La caridad nunca muere).
Al inspirarse en San Pablo,
en la primera
carta a los Corintios,
Capítulo 13, versículo
8, en la que el Apóstol
de los gentiles se
refiere a la perpetua soberanía
de la caridad,
Arizmendi puso de relieve
el fundamento principal
de su episcopado. Según
Santo Tomás de Aquino,
es gracias a la caridad
que se capta a Dios
en sí mismo. El Doctor
Angélico concibe la
caridad como una virtud
infusa que permite
un amor de profunda relación
con Dios. Por
esta razón la perfección
espiritual radica
en la CARIDAD. Arizmendi
desarrolló esta
virtud en grado sumo. Ningún
texto bíblico
puede expresar mejor lo
que fue su vida cristiana.
Para él la caridad era fuego eterno, pasión y entrega sin límites. Fundamentó su vida espiritual en la experiencia
teologal. Vivió las bienaventuranzas
desde
la perspectiva de las virtudes
teologales
como conjunto y acción
dinámica. El ejercicio
de la caridad matizaba
todo su ser. Hombre
de espiritualidad profunda,
y conocedor intenso
del Antiguo Testamento,
de los escritos de
los Padres de Iglesia y
de San Pablo asumió
con entereza y convicción
la radical exigencia
de la caridad. En sus lecturas
bíblicas meditaba
con frecuencia sobre la
verdadera imagen
de la caridad, aquel fuego
que poco a poco
fue interiorizando y que
fue configurando
su vida de fe apostólica:
Caritas patiens est, benigna est caritas,
non aemulator,
non agit superbe,
non inflatur, non est ambitiosa,
non quaerit quae
sua sunt, non irritabur,
non cogitat malum,
non gaudet super
iniquitatem, congaudet autem
veritati,
omnia suffert, omnia
credit, omnia sperat,
omnia sustinet.
CARITAS NUNQUAM EXCIDIT.
|
La caridad nunca muere; es infinita, eterna,
radical y lo sustenta todo. Fue alfa y omega en la vida de Arizmendi.
Si algo caracterizó su
vida cristiana fue
este don de Dios que lo
impulsó a socorrer
en todo momento a los más
pobres y necesitados.
Su opción por el pobre,
dentro de los parámetros
de su tiempo, fue auténtica.
Acostumbraba
ayudar personalmente a
los pobres y enfermos
que con frecuencia se acercaban
a pedir limosna
y comida a las puertas
de su residencia en
San Juan. Afirma el historiador
Eduardo Neumann,
que Arizmendi se contrariaba
grandemente
cuando sus familiares negaban
a los mendigos
y necesitados la entrada
al palacio episcopal.
Sostenía de su propio peculio el Hospital de la Concepción de San Juan. Empleaba sus ratos de ocio en tejer cestillos
de paja, que luego vendía
para satisfacer
las necesidades de los
pobres, a imitación
de San Julián de Huesca.
El pintor puertorriqueño,
José Campeche, inmortalizó
esta singular
cualidad del obispo en
un lienzo pintado
en 1803.
Arizmendi era muy conocido y amado por el
pueblo pobre, humilde y
trabajador. Encarnaba para ellos al pastor de almas,
al hombre justo, de gran rectitud moral.
En su intensa vida episcopal vivió singulares
experiencias que acrisolaron el amor filial
por su grey. Baste evocar el hermoso gesto
de desprenderse de su anillo episcopal y
de depositarlo en las manos de Ramón Power,
para que no olvidara a sus "compatriotas"
en su función de diputado a Cortes. Aquel
anillo, además del símbolo de su consagración,
constituyó para Arizmendi el símbolo nacional
de Puerto Rico al fundirse la Patria con Dios en su corazón.
A principios del siglo XIX,el convento de Nuestra Señora del Carmen,
de las reverendas madres
carmelitas de San Juan, era todavía "un edificio
de pobre arquitectura,
de modestos techos
y desnudos paredones."
Esta situación
de penuria había prevalecido
en la historia
del venerable recinto.
Tan pronto llegó a
Puerto Rico, después de
su ordenación presbiteral
en Santo Domingo en 1785,
Arizmendi fue asignado
a servir bajo el ministerio
de confesor y
capellán de las Madres
Carmelitas. Luego,
tras su consagración episcopal
en Caracas
en 1804, conservó siempre
un especial amor
y afecto por las monjas
del Carmelo. Ya en
1806, el Convento de Nuestra
Señora del Carmen,
se encontraba en avanzado
deterioro físico,
Arizmendi decidió socorrer
las exiguas rentas
de las religiosas y siguió
muy de cerca las
obras de reconstrucción
del convento, que
al fin se iniciaron el
13 de octubre de 1806.
Sobre el particular señala
el historiador
Arturo Dávila:
La administración escrupulante que llevó
don Lorenzo Cestero,
secretario de visita
del Obispo, desde el
principio de la obra
permite reconstruir
el pequeño mundo laboral
que durante más
de tres años trabajó
en la reparación de
muros, paredes,
remoción de maderas
y colocación de soldados
nuevos, entre
otros aspectos de
mejoramiento del edificio.
|
El 23 de diciembre de 1809, víspera de la
Nochebuena, los albañiles
y peones que trabajaban
en la reconstrucción del
convento carmelita,
decidieron escribir una
petición de aguinaldo
al obispo Arizmendi. Según
Arturo Dávila
la petición debió ser redactada
por uno de
los maestros albañiles.
El escrito reza como
sigue:
Ylustrísimo Señor
Todos los compañeros que asisten al trabajo
del Sagrado
Combento de Nuestra
Señora del Carmen, postrados
A.L.P.
de S. Señoría Ylustrísima,
con la mallor
veneración, le pedimos
y suplicamos por
ser el día de la Natividad
de Nuestro Señor
Jesu Christo nos
conceda como tan Benigno
Pastor y Dignísimo
Obispo de esta Ciudad
un género de limosna
o aguinaldo para
poder pasar la noche
buena y Pasquas de Navidad. Gracia que
esperamos alcanzar
de la innata piedad de
S.S. Ylustrísima,
cuya vida guarde
el cielo para amparo de
desvalidos en su
mayor
ascenso. Puerto Rico,
23 de Diciembre de
1809.
|
Llama la atención el que los obreros confiaban en la "innata piedad"
del obispo Arizmendi. Es decir, habían depositado sus esperanzas
en el pastor bueno y misericordioso,
que
en ningún momento les negaría
el aguinaldo
solicitado. A1 final del
escrito imploraban
protección divina para
la vida del obispo
y "para el amparo de desvalidos
en su
mayor ascenso". ¡Con qué
sencillez y
hondura de espíritu trazaron
los trabajadores
una de las virtudes cristianas
que más caracterizó
al primer obispo puertorriqueño:
su fecunda
caridad y misericordia!
El obispo Juan Alejo de Arizmendi fue un
hombre conmovido por la
frágil condición
humana de su amado pueblo.
Recordemos su
fina compasión y ternura
por el niño deforme
de Coamo, Juan Pantaleón
Avilés. El prelado,
movido de paternal afecto
solicitó que el
pintor José Campeche inmortalizara
su memoria
en un lienzo pintado en
1808. La caridad,
como alma de la justicia,
fecundó la pesada
carga que caía sobre sus
hombros. Hombre
de recta conciencia, nunca
se prestó a componendas
con el error y la injusticia.
De espíritu
firme y de refinada sensibilidad
humana,
nutrió su vida cristiana
con la constante
práctica de las obras de
misericordia.
Al enumerarlas, desplegamos el abanico moral de su santidad
de vida. Visitaba con frecuencia a los enfermos del
Hospital de la Concepción;
daba de comer
al hambriento y de beber
al sediento en su
palacio episcopal. Vistió
al desnudo, dio
posada al peregrino, redimió
al cautivo como
en el caso del ilustre
patriota venezolano
Miguel José Sanz; ordenó
la construcción
de cementerios y enterró
a los muertos. De
las obras espirituales
de misericordia sobresalió
en Arizmendi enseñar al
ignorante, como quedó
manifiesto en su auténtica
preocupación por
la educación, al iniciar
la construcción
del Seminario Conciliar.
Dio consejo a los que lo
necesitaban. Basta
con leer sus hermosas cartas
pastorales.
Corrigió con firmeza y
dulzura a los que
caían en el error. Perdonó
de corazón las
injurias y ofensas del gobernador Salvador
Meléndez y a su vez se excusó con quienes pudo haber
ofendido en el Cabildo
Eclesiástico. Consoló
en todo momento al triste
y al desvalido.
Sufrió con paciencia las
flaquezas del prójimo
y fue, sobre todo, un hombre
de oración e
intenso trabajo apostólico
que se concentraba
espiritualmente y se dejaba
invadir de Dios.
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