El NOVICIO SEDIENTO / Razones para vivir
por José Luis Martín Descalzo, presbítero
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte:
Que hay que llenar nuestra
vida
y así dar muerte a la muerte.
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A LEYENDA DORADA de los padres del desierto cuenta la historia
de aquel viejo monje que
todos los días debía
cruzar un largo arenal
para ir a recoger
la leña que necesitaba
para el fuego. En
los días de verano, cuando
el sol ardía,
el camino se hacía interminable
para el anciano
monje.
Por fortuna, en medio del
arenal surgía un
pequeño oasis cuyo centro
saltaba una fuente
de agua cristalina que
mitigaba los sudores
y la sed del eremita. Hasta
que un día el
monje pensó que debía ofrecer
a Dios ese
sacrificio: nunca más se
inclinaría hacia
la fuente y regalaría a
Dios el sufrimiento
de su sed. Y al llegar
la primera noche tras
su sacrificio, el monje
descubrió con gozo
que en el cielo había aparecido
una nueva
estrella, brillante, tan
alegre como la fuente
a la había renunciado.
Desde aquel día el camino se le hizo más corto
al monje. El sudor era
casi una alegría.
Renunciar a la fuente se
había vuelto sencillo,
porque el gozo de ver «su» estrella encenderse cada noche en el
cielo era mucho más intenso
que la sed que
el sol del camino producía.
Y el monje se
habituó al descubrimiento
diario de aquella
estrella que le testificaba
que Dios estaba
contento con él.
Hasta que un día tocó al monje hacer su camino
junto a un novicio.
El muchacho, cargado
con los pesados haces
de leña, sudaba. Y
cuando vio la fuente
no pudo reprimir un
grito de alegría:
«Mire, padre, una fuente». En un segundo cruzaron
mil imágenes la mente
del monje: si bebía,
aquella noche la
estrella no se encendería
en su cielo; pero
si no bebía, tampoco el
muchacho se atrevería
a hacerlo. Y, sin dudarlo
un segundo, el eremita
se inclinó hacia la
fuente y bebió. Tras
él, el novicio, gozoso,
bebía y bebía también. |
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Pero mientras miraba beber, el anciano monje
no pudo impedir que un
velo de tristeza cubriera
su alma: aquella noche
Dios no estaría contento
con él y no se encendería
su estrella. Pero
nada dijo de esta tristeza.
Porque eso habría
entristecido también al
muchacho.
Y al llegar la noche el
monje apenas se atrevía
a levantar los ojos al
cielo, que hoy le
parecería vacío. Lo hizo,
al fin, con la
tristeza en el alma. Y
sólo entonces vio
que aquella noche en el
cielo se habían encendido
no una, sino dos estrellas.
Aquel día entendió el monje esa frase evangélica
que dice que Dios
ama más la misericordia
que todos los sacrificios.
Entendió que Dios
no ama el esfuerzo
por el esfuerzo, sino
que lo que mide es
el amor con que las cosas
se hacen. Descubrió
que el hacer feliz al
prójimo es más meritorio
que todas las privaciones.
Supo que uno no debe
mortificarse nunca mortificando
a los demás. Vio
que en el alma de los seres
humanos se encienden
tantas estrellas como
seres humanos amamos. |
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